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VERÓNICA

A Gerardo Diego

Hace ya tanto tiempo
y el paño está guardado todavía en el arca
con tres blancos dobleces.
En mis párpados, lirios de pálidas visiones
mueren todas las tardes,
y su sangre morada resbala por mi rostro
como granada abierta por las manos de un niño.
Decían que era un Rey.
En aquella mañana yo vi la última gota del invierno fundirse en la bandeja verde de las vides
y primavera niña nacía en un murmullo de vientos perfumados.
Una vez, junto al mar, recordé esta mañana:
un navío cargado de palomas y especias
se mecía en el agua arriando sus velas silenciosas,
y la carne roja de los remeros era una víbora de coral
ondulante entre la seda azul y triunfal de un manto desplegado
y el mar apenas si respiraba,
como el joven que después de haber buscado todo el día por la selva
cae dormido al pie de la palma que ama.
Así llegaba la primavera a mi pequeño huerto.
De madrugada cantó un gallo.
Unos sollozos largos y la noche cedía ante la pisada tímida de un corazón fugitivo por las callejas
y los braseros enfriaban su cobre en el mármol de las galerías,
y las ascuas se apagaban en la ceniza como miradas agonizantes.
Todo dormía tras la noche roja de linternas
Y en Getsemaní, sobre la piedra abandonada de un molino
unos pájaros iniciaban el alba.
Entreabrí la ventana.

Anudé en mis cabellos unos lienzos blanquísimos
y salí al huerto.
En el oscuro aljibe aún quedaba el frío de las estrellas
y la mañana alzaba su cáliz transparente rebosante de llanto,
igual que aquella jarra de cristal y de rosas
que junto a las manzanas, en la mesa,
perfumaba los labios de frescura.
¡Ah!, yo sonreía, sonreía.
Porque todo era bello en aquella mañana:
el saco de semillas bajo el arco de cal y la cabellera de la yedra,
el arado como un dios familiar y terrestre,
la pila junto al pozo de agua resonante,
la higuera adormecida entre las ruinas del invierno
escuchando el aleteo dorado de la primera abeja
que consume su llamarada en el delirio de las lilas.
Y el viento dejaba en mi boca el soplo de la dicha
cuando las centurias levantaban estandartes
y un rumor de trompetas coronaba de oro las terrazas,
y las mujeres corrían implorantes por las esquinas,
y yo aún no sabía qué ofrecer con mis manos
porque no tenía otra cosa que mi huerto
y aquel lienzo blanquísimo.
Decían que era un Rey.
¿Dónde estaban las antorchas, el nardo,
los rubíes como carbones incendiando la caricia errante de los aromas,
las cortesanas embriagadas por las flautas?
Desde las gradas de mi casa
esperaba ver pasar las literas de ébano,
los viejos camellos como reyes idólatras en el destierro,
los jinetes fúnebres de palideces violetas,
el frío carnal de las armas
y la mirada del que sonríe temiendo un puñal en su costado.

¡Ay! La primavera cantaba por mi huerto
y la gente escupía blasfemias y sollozos.
Por el aire desnudo nacía primavera con sus rosas tempranas
y se alzaba la lengua de los látigos y el cordel se rompía.
Entre las hojas verdes, coronada de pájaros, reía primavera,
y la sangre cuajaba su joyel palpitante,
y el sudor y las lágrimas y la saliva,
como un mar que se seca en témpanos de sal,
exhalaban su humo,
y mis manos alzadas eran gritos ya roncos en la garganta contraída de arterias
donde florecía el jazmín gigante de mis lienzos blanquísimos
y entre sus tres dobleces, como en un puro vaso de alabastro,
se guarda para siempre el quejido, el dolor, la agonía
de aquel jardín sangriento.


autógrafo

Pablo García Baena


«Mientras cantan los pájaros» (1948)

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