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LUNA LLENA

                  I

¡Cómo llovieron sorpresas
el día del desembarco!
Juntad corzas, caracolas,
arcoíris, ojos zarcos,
arenas, islas, gaviotas,
gritos y troncos de álamo.
Mezclad un cielo de alfanjes
con mausoleos cifrados,
una pizca de laurel
y un avestruz disecado,
nieves de las altas nieves
y sal de sales abajo,
y veréis un corto muelle
como en el cristal de un mago.
Y sobre el muelle, en dos filas,
veintinueve deportados.
El oso polar del frío
navegaba el aire blanco
con velámenes de hielo
y tundras a cero grados.
Y éramos en la mañana
un puñado de guijarros
donde tiritaba armiños
el viento desmantelado.
Allí, en la rampa aterida,
tuvo lugar el traspaso.
Turbantes, jaiques, babuchas,
hombres de pimienta y clavo,
recogieron los proscriptos
del pelotón de soldados.
Dos orillas de fusiles
marcaban el cauce blando
del andar por las arenas
finísimas del verano.
Llameaban las chilabas
en azules candelabros
que al descubierto ponían
duras pupilas de cuarzo.
Las gumías retoñaban
sus medias lunas de mayo
en el balancín flexible
de ecuadores bronceados.
La tierra, echada en el suelo,
y el suelo, lento, manando
por el párpado dormido
del horizonte del llano.
En el confín amarillo,
lejos de todo contacto,
cuatro tiendas de campaña
nos estaban esperando.
Sus cuatro senos de lona
con sus arterias de esparto
daban erectos al viento
su pezón desconsolado.
Ordenes, órdenes ciegas,
órdenes a piedra y barro.
Por cada orden desviada
hay en potencia un disparo.
Cien ojos, millares de ojos
brotaban por todos lados
para no ver sino un cielo
con la piel de un toro bravo.
Y en esa piel una nube,
y en cada nube un calvario,
y en el calvario la luna
del sufrimiento aumentando.
La luna que corneaba
veintinueve deportados.

                  II

Siguió lloviendo sorpresas
el día del desembarco.
¡Qué clepsidra de martirios
aquel domingo temprano!
La serpiente del calor
hacía ondular el campo
tendido como una oblea
sobre un mantel arenado.
Dejó el viento de saltar
a piola los dromedarios
mientras caía el silencio
de las ramas de lo alto,
un silencio ya maduro,
redondo como un durazno,
que extendía en la llanura
sus terciopelos y rasos.
Era algo vivo. Se oía
correr la sangre en los vasos,
el gemir de las distancias
y el nadar de los pescados.
Por la pulpa del silencio
iban, hacia el hueso amargo,
picos, palas y azadones
a hombros de los forzados.
Amarilla era la luz
y el arenal calcinado.
Estábamos prisioneros
dentro de un hueco topacio.
Bajo una capa de arena
siglos dormía un estrato
de conchas y caracolas
con los iris apagados.
Y el pico lo despertaba
sus costillares cavando.
Y de pronto, en la mañana,
puntiagudos, se alargaron
la sombra blanca del miedo
y el cuervo de los presagios.
«Estáis abriendo la fosa
donde seréis enterrados».
La muerte, allí, tan cercana
que eran suyas nuestras manos.
La muerte, allí, entre montones
de amores fosilizados.
La muerte, echada de bruces
sobre huidos océanos
que olvidaron en su fuga
los fondos petrificados.
Se fue espesando el silencio
como un almíbar dorado.
Y allá por el mediodía
siguen los picos cavando
al compás con la creciente
luna lunera de mármol.

                  III

¡Ay agua, cómo cayeron
los cerdos sobre tus nardos!
Ya no enhebrarás collares
de piedras por los barrancos
ni bordarás tus deseos
en el cojín de los lagos.
La serpiente de tu cola
no se enroscará en los charcos
ni tus muslos torcerán
laberintos ni meandros.
Todo, todo lo perdiste
en plena flor del verano.
Un mediodía de moros
vestidos de azul y blanco
a tu cuerpo de cristal
dieron martirios de barro
en un pellejo de cabra
con intención de gusanos.
Cómo mordía la arena
tus transparentes ovarios,
y tu conciencia de vidrio,
y el azogue de tus brazos.
Cuánta pena daba el verte,
toda herida y toda llanto,
cuando a la tarde inclinada
regresaron del trabajo
en hormiguero de sed
veintinueve deportados.
Con tu soledad de bruces,
huérfana de todo halago,
eras el perro sarnoso
de la caseta del diablo.
Y aunque la sed rojeaba
mordidas crestas de gallo,
latía bajo sus ascuas
un corazón tan humano
que por no sufrir tu suerte
se suicidó en nuestros labios.
También era sed tu sueño
de ser nube en el espacio
y destilarte con hebras
de tu propio cañamazo
una nueva cabellera
en el telar de un chubasco.
El agua presa. La mira
la esponja seca del llano
cual si la arena cubriese
la tendida piel de un fauno.
El agua en ruinas soñaba
entre cuerpos fatigados
con yedras de celuloide
sobre castillos opacos.
El agua, turbia, sin voz
y sin diamantino rango.
El agua sin el verdor
del apellido de un árbol.
Tu exilio era nuestro exilio
y tu llanto nuestro llanto.
Lo mismo a ti que a nosotros
los hombres nos deslunaron.

                  IV

Sobre la arena se tiende
la gran ruleta del llano
y por su tez amarilla
rueda el viento despeinado.
También el desierto tiene
su red de arterias, su raudo
sistema de aortas blancas
y su corazón de salmos.
Y aunque la arena palpite
bajo el sol con pulso rápido,
el piramidón del viento
le corta sus arrebatos.
Pero llegó el tiempo sur
y segó el cuello del diálogo.
Y de tu sien te caíste
como un globo desinflado.
Adiós, adiós tus columpios,
tus carambolas y saltos,
tu circo, tus mil timones,
tus barbas en desamparo.
Adiós tus minas de azogue,
tus hombros alabeados,
tu sombrero de medusa
y tus pañuelos de talco.
Igual que un sarmiento ardía
tu perfil precipitado.
En los bordes de la asfixia
trabajaban los forzados
abriendo una carretera
sobre la frente del campo.
Ausentes, semidesnudos,
oscilaban como tallos
de un tórrido invernadero
ensombrecido de esclavos.
Hervía la luz y en ella,
alas, plumas, vuelo y canto,
bajo el soplete del sol
se desoldaban los pájaros,
buscando el tronco de sombra
que daban los deportados.
Tan sólo el tabú rompían
de acercarse a nuestro lado
la viva muerte de aquellas
salpicaduras de ícaros.
Empollaba la llanura
del espejismo los lagos
con sus pestañas de juncos
bordeando los ribazos.
Y como ciudad lacustre
suspensa de un sueño vago,
en el espectro del agua
sus pies hundía el poblado.
Imperios muertos de sed
circulaban por los labios
carbonizando palabras
y derritiendo basaltos.
Y vimos cómo los cuerpos
hasta la mar se alargaron
con el latente deseo
de ser témpanos nevados.
Aquella noche el desierto
envidió a los ahogados.

                  V

Esta mañana llegó
la noticia como un rayo.
Al pobre Francisco Sosa
sin dar cuartel fusilaron
a la hora en que se apagan
las estrellas y los faros.
Desde aquí se oyó tu muerte
y los gritos desgarrados
de las calles al taparse
los oídos con las manos.
Cayó contigo la escuadra
que venía navegando,
tras la concha de tu frente,
día y noche a libertarnos.
La brújula de tu pecho
dio su rumbo a los disparos
y un abanico de plomo
destrozó tu almitazgo.
Tú limitabas al norte
con delirios proletarios.
Al sur, con las injusticias.
Al este, con desencantos.
Y al oeste, con un cielo
de cabellos y de abrazos.
Y todo se hundió en los filos
de un amanecer aciago.
Fue a las seis de la mañana.
Todas las piedras del patio
marcaron la hora exacta
de tu corazón parado.
Tallos, raíces calientes
de enardecidos cinabrios
germinaron de las balas
con que tu cuerpo sembraron.
Por el suelo sesteaban
lentos alfaques delgados.
La sombra que proyectabas
se equilibró a tu tamaño
igual que se cuaja el aire
en el sueño congelado
de los espejos, que son
su imagen yerta y su osario.
Y en el cajón de los muertos
a enterrar se la llevaron,
rígida ya y sin vaivenes
como el instinto de un astro.
Así cayó para siempre
uno de los deportados.
Ya no vendrán, no vendrán
tus barcos a liberarnos.
Tras el cantil de tu frente
murieron los océanos.
Ay pobre Francisco Sosa
en las islas fusilado
a la hora en que se apagan
las estrellas y los faros.
Las amapolas te enciendan
sus recuerdos encarnados.

autógrafo

Pedro García Cabrera


«Romancero cautivo» (1936-1940)  
Con el alma en un hilo


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