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LA MATANZA

No digáis que conocéis
el pueblo de La Matanza
si sólo la carretera
bordeáis sobre la marcha.
El pueblo está más arriba,
más corazón de su casa,
más atril del sol poniente,
más pájaro de su jaula,
donde le nació una muerte
de tanta solera y casta
que jamás nadie ha podido
entrar a descabellarla.
Entre vía y caserío
las pendientes dan la cara
y los caminos se tensan
como cuerdas de guitarra.
Todos te dicen adiós
silos subes o los bajas
y sientes como el saludo
hace las cuestas más llanas.
Por la carretera, en cambio,
no te dirán nunca nada,
que el asfalto no se ha hecho
para transitar palabras.
¡Qué dos mundos tan distintos
a tan mínima distancia:
el de la estrella fugaz
y este que medita en calma
higueras de soledades
y viñedos de esperanza.
Y entre estos polos, la calle
de una intimidad que alarga
el bies del silencio a hombros
de la mar y la montaña.
Una calle que no evoca
el calvario de una espada,
la ráfaga de una onda
ni la momia de una lágrima.
Una calle con el aire
del pasillo de una casa;
el puro fiel del sosiego
pesando un tiempo de brasas.
El barranco de Cabrera,
platillo de esta balanza,
es solemne como un órgano
cargado de resonancias.
Aquí el peso de la muerte
cortó los trinos del agua
y sólo queda el recuerdo
de una fuente abandonada.
Mis ojos leen en ella
oscuras letras cifradas,
vencedoras del olvido,
entre viñetas de zarzas.
Sabed que un poblado guanche
tengo en la cuevas del alma
que la sombra de un barranco
se me mete en las entrañas
y que el cáliz de mi sangre
se arrodilla en La Matanza.

autógrafo

Pedro García Cabrera


«Vuelta a la isla» (1968)

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