HIERRO
a Doña Inocencia Durán
Desde la boca de Tauce,
de estos hombros del silencio,
candado de horizonte,
miro la isla del Hierro.
Desde aquí sólo es simiente
de soledad, un atuendo
de cíclope y galeote,
un estelar pensamiento,
escorzo de un meridiano
que ceñía los misterios
de un mundo de lejanías
entre dormido y despierto.
Hay que acercarse a su umbral,
mirar con lupa de aumento,
para ver cómo la sed
retoña campos y pueblos.
Entonces abre su valva
y descubre sus adentros.
Allí la prisa no prende
ni a galope marcha el tiempo;
va poco a poco, camina
casi con el paso nuestro,
dejándole sitio al hombre
para cultivar los sueños.
Mima la tierra sus frutos,
mima el lenguaje su acento,
sus lágrimas mima el llanto
y la boca mima el beso.
No sangra nunca, se ahonda
hasta la hiel de su espejo
y es tan clavo del destino
que hace vibrar su tormento
que en cada gesto libera
la intimidad de su seno,
Ilámese trino o canción,
exprese protesta o juego,
sea pastor de su angustia
o dígase tango herreño.
Niñez y aurora conserva
igual que en un guardapelo
y por ser tan primitivas
gozan talante tan nuevo.
Se calienta con su sangre,
respira sus propios muertos
y arde como un alma en pena
en noche de carne y hueso.
Por eso sus horizontes
curvas son de los reflejos
de un martirio que sonríe
espinas de aislamiento.
¿Y qué importa que haya bosques
y ciudades de cemento
si quien en ellos habita
es tan isla como el Hierro?
Dejadle secar sus frutas
echar al aire el sombrero,
sacarle filo a las cumbres
y hendir las rachas del viento.
Así nos muestras la imagen
este castillo roquero
de su atlántica versión
del cuento de «Ábrete Sésamo»,
que son tesoros también
las joyas de un cancionero,
los arco iris del alma
y el telar de los recuerdos.
Y cuando no pueda hallar
hamaca para el sosiego
y sea cada isla el túmulo
de un Garoé sin remedio,
el cántaro de mi sed
irá a llenarse en el Hierro.
Pedro García Cabrera