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JUNTO AL ACANTILADO

En hoteles como el interior de un perro de laboratorio.
Hundidos en la ceniza.
El tipo aquel, semidesnudo, ponía la misma canción una y otra vez.
Y una mujer, la proyección holográfica de una mujer, salía a la terraza
a contemplar las pesadillas o las astillas.
Nadie entendía nada.
Todo fallaba: el sonido, la percepción de la imagen.
Pesadillas o astillas empotradas en el cielo
a las nueve de la noche.
En hoteles que parecían organismos vivos de películas de terror.
Como cuando uno sueña que mata a una persona
que no acaba nunca de morir.
O como aquel otro sueño: el del tipo que evita un atraco
o una violación y golpea al atracador
hasta arrojado al suelo y allí lo sigue golpeando
y una voz (¿pero qué voz?) le pregunta al atracador
cómo se llama
y el atracador dice tu nombre
y tú dejas de golpear y dices no puede ser, ese es mi nombre,
y la voz (las voces) dicen que es una casualidad,
pero tú en el fondo nunca has creído en las casualidades.
Y dices: debemos de ser parientes, tú eres el hijo
de alguno de mis tíos o de mis primos.
Pero cuando lo levantas y lo miras, tan flaco, tan frágil,
comprendes que también esa historia es mentira.
Tú eres el atracador, el violador, el rufián inepto
que rueda por las calles inútiles del sueño.
y entonces vuelves a los hoteles-coleópteros, a los hoteles-araña,
a leer poesía junto al acantilado.

autógrafo
Roberto Bolaño


«Los perros románticos» (1993)

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