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EL ÚLTIMO SALVAJE

                      1

Salí de la última función a las calles vacías. El esqueleto
pasó junto a mí, temblando, colgado del asta
de un camión de basura. Grandes gorros amarillos
ocultaban el rostro de los basureros, aun así creí reconocerlo:
un viejo amigo. ¡Aquí estamos!, me dije a mí mismo
unas doscientas veces,
hasta que el camión desapareció en una esquina.

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No tenía adonde ir. Durante mucho tiempo
vagué por los alrededores del cine
buscando una cafetería, un bar abierto.
Todo estaba cerrado, puertas y contraventanas, pero
lo más curioso era que los edificios parecían vacíos, como
si la gente ya no viviera allí. No tenía nada que hacer
salvo dar vueltas y recordar
pero incluso la memoria comenzó a fallarme.

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Me vi a mí mismo como «El Último Salvaje» montado en
una motocicleta blanca, recorriendo los caminos
de Baja California. A mi izquierda el mar, a mi derecha el mar
y en mi centro la caja llena de imágenes que paulatinamente
se iban desvaneciendo. ¿Al final la caja quedaría vacía?
¿Al final la moto se iría junto con las nubes?
¿Al final Baja California y «El Último Salvaje» se fundirían
con el Universo, con la Nada?

                      4

Creí reconocerlo: debajo del gorro amarillo de basurero un amigo
de la juventud. Nunca quieto. Nunca demasiado tiempo en un solo
registro. De sus ojos oscuros decían los poetas: son como dos volantines
suspendidos sobre la ciudad. Sin duda el más valiente. Y sus ojos
como dos volantines negros en la noche negra. Colgado
del asta del camión el esqueleto bailaba con la letra de nuestra
juventud. El esqueleto bailaba con los volantines y con las sombras.

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Las calles estaban vacías. Tenía frío y en mi cerebro se sucedían
las escenas de «El Último Salvaje». Una película de acción, con trampa:
las cosas sólo ocurrían aparentemente. En el fondo: un valle quieto,
petrificado, a salvo del viento y de la historia. Las motos, el fuego
de las ametralladoras, los sabotajes, los 300 terroristas muertos, en realidad
estaban hechos de una sustancia más leve que los sueños. Resplandor
visto y no visto. Ojo visto y no visto. Hasta que la pantalla
volvió al blanco, y salí a la calle.

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Los alrededores del cine, los edificios, los árboles, los buzones de correo,
las bocas del alcantarillado, todo parecía más grande que antes
de ver la película. Los artesonados eran como calles suspendidas en el aire.
¿Había salido. de una película de la fijeza y entrado en una ciudad
de gigantes. Por un momento creí que los volúmenes y las perspectivas
enloquecían. Una locura natural. Sin aristas. ¡Incluso mi ropa
había sido objeto de una mutación! Temblando, metí las manos
en los bolsillos de mi guerrera negra y eché a andar.

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Seguí el rastro de los camiones de basura sin saber a ciencia cierta
qué esperaba encontrar. Todas las avenidas
desembocaban en un Estadio Olímpico de magnitudes colosales.
Un Estadio Olímpico dibujado en el vacío del universo.
Recordé noches sin estrellas, los ojos de una mexicana, un adolescente
con el torso desnudo y una navaja. Estoy en el lugar donde sólo
se ve con la punta de los dedos, pensé. Aquí no hay nadie.

                      8

Había ido a ver «El Último Salvaje» y al salir del cine
no tenía adonde ir. De alguna manera yo era
el personaje de la película y mi motocicleta negra me conducía
directamente hacia la destrucción. No más lunas rielando
sobre las vitrinas, no más camiones de basura, no más
desaparecidos. Había visto a la muerte copular con el sueño
y ahora estaba seco.

autógrafo
Roberto Bolaño


«Los perros románticos» (1993)

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