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ALMAS PARALÍTICAS
III

¡Cuántas, cuántas ideas surgieron en mi mente
crueles, dolorosas, al verme frente a frente
de mi casa!

                  Hace un año que esta pobre aldeana
me espera, día por día. Yo marché una mañana
de otoño, y en mi pecho llevaba primavera.

Ya lejos, volví el rostro. Había una ventana,
igual que una pupila, mirando lastimera.
Mi madre al verla dijo: —Será la vez postrera
que me mire. —Reí yo, para consolarla;
pero, esta pobre vieja ya no ha vuelto a mirarla.
Y ahora, a mí, triste huérfano, de hito en hito me mira,
con ese amor solícito que conoce la abuela,
para mimar al nieto.

                              —¡Aunque ves que suspira
mi pecho, abuela, mírame! Tu mirar me consuela,
y yo, entiendo las cosas que mirándome dices,
porque sé que en tu alma se cobijan latentes
para endulzar las lágrimas de las horas presentes,
las visiones pretéritas de los días felices.

En el hueco profundo de sus negras pupilas,
al espejar los vidrios el ocaso distante,
tienen ácueos destellos, en un tremor brillante;
y parece, que lágrimas van rodando, tranquilas.

A lo lejos destellan temblando las esquilas
de las vacas, que inundan la tarde de tristeza
resignada. La paz de la naturaleza
se ha asomado á mi espíritu y mi dolor mitiga.
Yo pienso que llamándome está la casa amiga.

autógrafo

Ramón Pérez de Ayala



«La paz del sendero» (1904)

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