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EN EL MUSEO DEL PRADO

A Mariano de Cavia

Cuando al poner mis plantas sentí tierra española,
un capricho, a manera de mujer o de ola,
me arrastró hacia el Museo, donde largos salones
mudamente me hablaron de cien generaciones:
en los cuadros pendientes de los épicos muros,
vi pasar, como sombras de otros tiempos obscuros,
procesiones de obispos y magnates y damas,
entre un revoloteo de mantos y orillamas;
y guerreros sentados en lustrosos corceles,
entre lanzas agudas y redondos broqueles.

Entonces, ante aquellos cuadros de una elocuencia
cual de un espejo raro que tuviese conciencia,
ante esos mudos lienzos de desdeñosa calma,
¡sentí que cuatro siglos cayeron sobre mi alma!
Y América, la india, se despertó en mis venas,
pensó en los hombres blancos e irguiose entre cadenas,
al llenarse de orgullo por las grandes conquistas
de esos grandes guerreros como grandes artistas.

Velázquez, Goya... El mismo poeta de los Andes,
que al cóndor de las cumbres pidió sus alas grandes
para llegar adonde fatíganse los vientos,
ante esos dos artistas se postra sin alientos,
al ver que, en cada cuadro donde una Edad se espacia
¡el uno es todo Fuerza y el otro es todo Gracia!

Velázquez suma aquella dinástica osadía
que encadenó a su trono dos mundos en un día,
que equilibró los astros, que redondeó el planeta
y en cada gran guerrero cristalizó un poeta;
y Goya suma esa otra prismática y galante
Edad, en cuyo brillo cada ojo es un diamante,
cada mantilla tela de araña prodigiosa,
cada cintura dengue, cada mejilla rosa.

Velázquez, Goya... En esos dos únicos pinceles
hay Fuerza y Gracia; hay todo: corazas y oropeles...
Velázquez a mis ojos evoca las escenas
de la Conquista: hay algo que corre por mis venas
que, ante sus cuadros, finge rememorar figuras
de cascos relucientes, bruñidas armaduras,
tizonas rechinantes y olímpicos caballos
que hacen chispear la América al golpe de sus callos...
Goya a mis ojos pone la Edad del Coloniaje,
donde el Virrey pasea su galoneado traje,
su nítida peluca bajo el tricornio leve,
su casacón de rosa, su pantalón de nieve;
o que se emboza, en calles de lobreguez resbala
y trepa a unos balcones por retorcida escala...

Velázquez, Goya... En ambos la clásica paleta
desdóblase, a mis ojos de indiano y de poeta,
corno arco-iris hecho con lágrimas y flores,
que, cuando nuestra raza vacila en sus dolores,
se tiende, en igual forma que tras las tempestades,
sobre la catarata de todas las edades.

Así, cuando aquel día sentí tierra española,
un capricho a manera de mujer o de ola,
me arrastro hacia el Museo, donde largos salones
mudamente me hablaron de cien generaciones,
¡Con qué orgullo pujante sublevóseme el estro;
y al mirar cada cuadro, le decía : —¡Soy vuestro!

Pensé que el triunfo insigne de tan genial belleza
sólo era comparable con mi Naturaleza;
sentí que se ilustraba, por dentro de mi barro,
sangre de Calcuchima con sangre de Pizarro;
y quise en el Museo, pensando en mi montaña,
¡ser la mitad de América y la mitad de España!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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