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EL DERRUMBAMIENTO
II
CORAZÓN DE MONTAÑA

En el boscaje se desgranan fugas
de cobardes murmullos: ya es el ruido
con que rebulle el lago estremecido,
que contrae su faz llena de arrugas;
ya es el golpe del ala,
que en su palpitación quiebra una hoja,
y sobre el lago de cristal resbala
y en el sonoro líquido se moja;
ya es el runrún de insectos voladores,
que hacen chirriar el élitro vibrante,
que profanan los labios de las flores
y que buen, rondando sus amores,
alas de tul y ojillos de diamante;
ya es el crujido de vetusta rama;
ya es la caída de pesado fruto;
ya es el trino de pájaro que clama;
ya es la carrera de indomable bruto;
tronco, que fatigado se derrumba;
galga del monte, que al abismo rueda;
brisa fugaz, que en la hojarasca zumba,
como un suspiro que se envuelve en seda;
y allá, muy lejos, cual arteria rota,
un manantial, que cristalino brota,
finge, en sus ecos de vigor escasos,
algo como un copólogo que flota
sobre los bordes de un millón de vasos...

Por entre aquella soledad profunda,
cual en exequias de pomposo luto,
avanza un fraile. Un nimbo le circunda
en medio del fulgor de su delirio;
y envuelve en un jergón su cuerpo enjuto,
como en una bandera de martirio.
Tal vez bajo el jergón, sus carnes muerde
cilicio punzador; mas él resbala,
cual si, apenas tocando el tapiz verde,
bajo de cada pie tuviese un ala.

Encapuchado, en actitud de duelo,
va dejando al pasar borrosas huellas:
en sus ojos de abismo hay luz de cielo
y en su barba senil temblor de estrellas.
Parece que algo dice o que algo escucha
disuelto en un rumor... ¿Por qué ve el suelo?
Al mirarle, en el fondo, se adivina,
en la circunflexión de su capucha,
el perfil de una cumbre que camina...

El es el noble apóstol de heroísmo,
que se aventura por la virgen selva,
cristianizando tribus. Es el mismo
que cien veces entró: ¡quizás no vuelva!
A la vieja montaña adormecida
llega de lejanísima distancia;
y cada vez que, al soplo de otra vida,
su hábito deja en pos nueva fragancia,
se estremece la selva sorprendida
con la virginidad de la ignorancia...

De súbito, a sus pies ancho torrente
entre profunda zanja
va sacudiendo una espumosa franja
coino se desenrosca una serpiente.
¿A dónde irán los bélicos rebotes
del torrente a estrellarse? Entre el umbrío
boscaje, allá... se miran dos islotes
y alrededor la S de un río.
¡Allá!...
              Y hay que seguir. ¿Cómo el tortuoso
rumbo cortar del ímpetu bravío
conque el torrente va?...
                                          —¡Dios milagroso:
tú, que en el Rojo Mar diste a tu gente
paso, dámelo a mí!— clama elocuente
el fraile, entre ese funeral reposo;
y alza después hacia el azul la frente,
porque ve que en milagro portentoso
un árbol cae... y le improvisa un puente.

                            *
                        *     *

En un claro del monte
donde ponen su cruz cuatro caminos,
se alza la ceiba.
                              Anchísimo horizonte
domina su señor: aun los vecinos
bosques que el río cual plateado boa
separa de esa isla. El rey salvaje
abre las aguas con veloz canoa,
tomo con una mano abrió el follaje.

La copa de la ceiba, al golpe vivo
del viento lenguaraz, se envuelve en sones,
a manera del arpa de un cautivo
colgada ahí para vibrar canciones;
y alrededor de las frondosas galas,
dan sus rápidas vueltas cien gorriones
como si fuesen un collar con alas...

Aquella tarde en la sinuosa orilla
del río, un grupo alegre de salvajes,
después que el agua con cortante quilla
desgarrara al volver de otros boscajes,
rodeaba el fuego de voraz hoguera,
donde se chamuscaban los plumajes
y dorábase el lustre de la escama;
la sangre que caía un charco era;
y el reflejo incendiario de la llama
daba a los rostros expresión más fiera.

Ciñen los indios el collar de dientes;
cubren su desnudez con piel de pumas;
y, al agrupar sus coronadas frentes,
forman espeso matorral de plumas,

Apartado uno de ellos con desvío
ve correr, lleno de tristezas sumas,
la S melancólica del río
que dibuja a sus pies oes de espumas...

¿Quien es él? ¿Y en qué pensa?
                                                          Se adivina
en su actitud el dominante sello.
Es el rey de la tribu; y de su cuello
pende la triple hilera: en su felina
mirada fulge varonil destello.

¡Ah! sus dardos, que en yerbas rnisleriosas
sabe él envenenar, le abren camino
de triunfo al porvenir. Cual mariposas
sobre un cáliz de miel, chispas de oro
son los ensueños de feliz destino
que en circuios de luz fíu'manle coro.
Su ambición es vencer en la porfía;
y hasta ensanchar querría
tales montañas a su empuje estrechas,
para tener entre su mano un día
todas las tribus como un haz de flechas...

Tal es el y tal piensa.

Repentino,
en la contraria orilla, un rumor llama
oídos de atención. Mézclanse el trino
del sorprendido pájaro que fuga,
el dolienle crujido de la rama,
el frote de la hoja con la hoja
como desdoble de sedosa arruga;
y, al inflamado beso
que imprime en cada faz la llama roja,
el grupo de salvajes ve sorpreso,
cual si fuese relieve
o cuadro vivo sobre el bosque impreso,
un capuchón, un rostro de blancura
y una barba de nieve,
desgarrando el telón de la espesura.

El salvaje cacique hunde los ojos
de asombro en esa faz nunca soñada;
y el fraile, dulcemente, sin enojos,
le circunda en la luz de su mirada.

Se ven... El grupo de los indios gira
y observa al fraile, sin que nadie vuelva
los ojos hacia atrás...
                                    ¿Quién no se inspira
ante ese cuadro de belleza rara?

¡La ciudad y la selva
viéndose cara a cara!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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