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EL DERRUMBAMIENTO
DE TRÁNSITO

En tanto que del fraile recibía
paternal benedición el buen anciano,
el indio vio de pronto... ¿Qué vería
que el haz de flechas retembló en su mano?

Una mujer. ¡Cuán blanca! parecía
una dulce visión, un sueño vano.

Ensayando una atlética apostura,
en su carcaj de flechas apoyado,
era él como clásica figura
el Satán de las selvas asombrado
de encontrar en su Infierno a un alma pura.

                            *
                          *   *

Aquella tarde, en tanto
que el rudo labrador y el fraile austero
platicaban, la tímida doncella,
a la puerta, gozaba del encanto
con que el rojizo resplandor postrero
hace caer estrella tras estrella
como gotas de llanto.
El indio, al par, se hundía en el alarde
penúltimo del Sol, que en su derroche
envolvía los restos de la tarde
en el crespón de la enlutada noche...

Y entonces fue la escena
de extraño simbolismo.

La tarde. El bosque de pavor se llena
y su boca de espanto abre el abismo...
—¿Ves?— dijo el indio; y señalando al frente,
quedó un instante, pensativo y mudo.
Sobre un picacho, imperativamente,
se erguía un buitre, en actitud de enojo,
como blasón de señorial escudo,
encendido de Sol, teñido en rojo.

—¿Ves?— repitiole el indio a la doncella,
fija del Sol en la postrera lumbre.
—¡Tú eres!— le dijo; y le enseñó una estrella.
—¡Yo soy!— le dijo; y le mostró la cumbre.

Súbito, el cóndor vuela.
                                          El indio alista
su arco, empuña una flecha y se prepara:
tiende hacia el cóndor, con segura vista,
la flecha sobre el arco; y la dispara.

Silba rauda la flecha.
                                    El cóndor grita;
y, entre los nubarronnes sempiternos,
se desenvuelve la espiral descrita
por un alma que rueda en los infiernos...

Toca tierra por fin...
                                    El abanico
de sus rendidas alas de combate,
sacude al pie del cazador; se abate;
tira atrás la cabeza; y abre el pico...

La aguda flecha que vibró en el arco
y que clavada está —firme y derecha—
parece un mástil sobre un roto barco;
y el cóndor revolcándose en un charco,
nudo de plumas que ensartó una flecha.

                            *
                          *   *

En la noche, la virgen temblorosa,
después de recordar la escena extraña
entre el cóndor, la flecha venenosa
y el indio cazador de la montaña,
siéntese dominada de terrores;
y en tanto que al redor todo reposa,
ella duerme soñando en los amores
de un vampiro con una mariposa...

                            *
                          *   *

Al primer resplandor del nuevo día,
vuelve a anudar el varonil salvaje,
tras las huellas del fraile que le guía,
su brevemente interrumpido viaje.

Y allá va, tras del fraile...
                                          En una arruga
de las montuosas faldas desparece...
La sombra en tanto por los cielos fuga,
el Sol se impone y la mañana crece.
Y entre los pliegues de esas mismas faldas,
la cumbre circunfleja,
donde el cóndor estuvo, alza su ceja
a la manera de cortante quilla,
como un titán que se tendió de espaldas
y que dobló hasta el cielo una rodilla.

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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