BRUMMELL
Brummell, maestro insigne de las genuflexiones
En las cortesanías de los áureos salones,
Que vivió hilando sueños a los pies de las damas
Guardaba en su gaveta, cual preciados blasones,
Pañuelos de batista con regios monogramas,
Sortijas principescas, abanicos ducales
Y cartas con coronas sobre las iniciales.
Una vez, cierto osado bibliófilo de aquellos
Que cotizan y explotan la hiel de un corazón,
Siempre que esté vaciada dentro de moldes bellos,
Sin ver cuan dolorosos los moldes bellos son,
Llegó a él; y, atisbando la nostalgia vacía
De sus arcas sin oro, se engrió en su osadía,
Y hasta veinte millares de monedas en una
Bolsa de fina seda púsole ante los ojos:
Quería hacer un libro de cartas... ¡La fortuna
En cambio de unos cuantos inútiles despojos!
Entonces, el ya viejo galanteador, que acaso
Tal día en sus manteles halló el manjar escaso
Y no tuvo siquiera vino para su vaso,
Se iluminó un instante de nerviosa alegría;
Hurgó la llave; y, luego,
Sacó de su gaveta las cartas que tenía,
Miró la estufa próxima... y las echó en el fuego.
Brummell, maestro amado, que tu vida puliste
Cual se pule una joya, ¡qué gesto el que tuviste!
A la riqueza alegre se impuso el amor triste...
No las cenas vibrantes de las noches festivas,
En que, pálidamente tras de las libaciones,
Se te quedaban viendo las damas pensativas;
No el vino de Champaña, ni las ostras de Ostende,
Los dorados faisanes, los rosados salmones,
El placer que se embriaga y el amor que se vende;
No el frufú de las faldas en los tibios salones,
Donde los candelabros ríen en los espejos
Y las parejas danzan locamente, a los sones
De la orquesta, en que, al aire de las inspiraciones,
Se agitan las melenas de los músicos viejos;
No la fausta carroza, que parece que rueda
Esplináticamente por la blanda alameda;
No los palcos floridos de elegancia sensual;
Acolchados y amables como estuches de seda;
No la orquídea angustiada que decora el ojal,
Ni el monóculo frágil de insolente cristal:
Nada vale a tus ojos, nada puede valer
Lo que vale una carta de una sola mujer...
José Santos Chocano