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NOCHE DE ESTÍO

Paisaje tibio. En el campo
respirando a pulmón lleno,
mientras la luna relame
la espuma del riachuelo,
oyendo la flauta triste
de prolongados acentos,
el suspiro de las brisas
y el ladrido de los perros,
¡oh cuánto discurre el alma,
girando sobre un ensueño,
como sombra que da vueltas
al rededor de un lucero!

La luna, la blanca luna,
casto espejo de mis dichas,
como una gota de azogue
que corre sobre sí misma,
pasando de blancas nubes
a oscuras nubes tranquila,
plácida, con tardo vuelo,
silenciosa y pensativa...
¡Si levantara los ojos
a lo alto la amada mía:
ella que todo lo sabe
o que todo lo adivina!

¡Oh, qué dulce y vaporoso
ensueño se hunde en mi alma
en vez de temporal brisa;
paz, en vez de guerra airada!
Entre las sombras dibujo
a mi novia, dulce y cándida;
yo el gladiador incansable,
yo el del golpe y de la carga.
Allá también ese roble
sueña entre la niebla vaga;
y el roble sus ramas presta
para hacerlas mangos de hacha!

Ese frufrú de las hojas
tan esponjoso, tan vivo,
es la canción de los trajes
de un vals en el loco giro;
ese frufrú es como un beso
que dieran, a un tiempo mismo,
en cien mil inquietos labios
cien mil labios convulsivos...
Primer violín de la fronda,
en las matas tiembla un grillo,
con su falsete eiizado
que me araña los oídos...

¿Cómo, a los ojos de Diana
que me mira sonriendo,
me embriago con la locura
de hacer y deshacer sueños,
yo que no guardo esperanzas
ni en la tierra ni en el cielo;
yo que me burlo del cura
que echa el sermón en el templo?...
Busco la respuesta. El rostro
giro hacia atrás y la encuentro;
¡es un ruiseñor que canta
encima de un árbol seco!...

autógrafo

José Santos Chocano


«En la aldea» (1895)

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