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LA EPOPEYA DEL MORRO

V. EL ÚLTIMO CARTUCHO

¡De pronto, un mensajero!
                                                  Es que la Muerte
quiere a veces jugarse con la Suerte,
entre esperanzas de irritante gozo,
como juega el fulgor de la mañana
en el turbio cristal de la ventana
de un lóbrego y profundo calabozo.

Cinco veces mayor, el enemigo
Quísole enviar al héroe un mensajero
de prometida paz. ¡Ah! ¿Cómo al fiero
huracán resistirse del castigo,
iba el puñado aquél? ¿Y la esperanza
cómo iba a desdeñar, cuando el acero
suspenso estaba de feroz venganza?

Escoge el enemigo a un denodado
capitán de pulquérrimos blasones
e insospechable fe: joven soldado
que en su raudo corcel, avanza, avanza,
por entre las intrépidas legiones,
hasta llegar al héroe; y conmovido
—¡Salvo es el nombre —dícele— que tengo;
y expresar con mi nombre os he querido
esta misión de paz en la que vengo!—

—¡Seguidme! —dice el héroe; y lo adelanta
lleno de majestad, por breve senda,
con porte airoso y con segura planta...
¡Ya están los dos en la cerrada tienda!

Y no a befarse del anciano vino
el mensajero aquel; y de su lengua
no cayeron insultos, como gotas
de sangre del puñal de un asesino.
¡Ah! no le habló de irritadora mengua,
sino de las estériles derrotas
que ni afligen ni ablandan al Destino.
Su palabra mostrle la ya cierta
derrota luego; y le enseñó el camino
de honrada salvación: dejar la plaza.
Y breve, breve fue, como un alerta,
¡no como una amenaza!...

Después que lo escuchó, ligera mano
pasose el héroe por el ancha frente;
las cejas enarcó súbitamente;
pero, al pensar que se enojaba en vano,
díjole así tranquilo y sonriente:

«Tengo apenas un grupo de soldados;
pero tengo a la vez los más sagrados
deberes que cumplir: la voz escucho
de mi conciencia que morir me manda:
y moriré... después que en la demanda
haya quemado el último cartucho».

Sencilla así y sublime, como el verso
con que el poema de Moisés empieza
su frase fue. Fue el dorso, fue el reverso
de aquellos elocuentes y famosos
discursos de pletórica belleza,
con que hablan los belígeros colosos

de la Ilíada inmortal. Grabar debía
la Patria en su marmóreo cenotafio
esa frase de heroica bizarría,
que, como el sacrificio presentía,
¡tuvo la brevedad de un epitafio!...

El sorprendido Salvo pudo apenas
balbucear frases de pesar: veía
que ancho sepulcro ante los píos se abría
de ese héroe, en cuyas venas
la misma sangre circulaba acaso
que en las del hijo de Peleo un día.

Y sintió... ¿qué sintió? Lo que se siente
ante el sol, cuando se hunde en el ocaso,
como en la tumba ensangrentada frente...

En silencio los dos, así un instante
contémplense a la vez. Luego al anciano
tiende la mano el joven anhelante,
y estrecha en ella la rugosa mano
del tranquilo gigante...

—Aguardad, —dice el héroe—, yo os lo ruego
no estoy solo, en verdad; y es deber mío
consultar mi respuesta. Volved luego;
o mejor... esperad, porque ya ansío
de una vez concluir. Venga la junta,
aquí mismo, ante vos; y que decida
si supe contestar vuestra pregunta
y si supe escoger. ¡O muerte, o vida!—

Prontos instantes luego
empezaron del héroe a la presencia,
a llegar sus gloriosos capitanes:
More el primero fue, con el sosiego
del que marcha, serena la conciencia,
a la coronación de sus afanes;
y luego Ugarte, con la faz tranquila,
de plena juventud en los deseos,
fulminando la luz de su pupila
por entre el resplandor de ios arreos;
e Inclán después, con la modestia suma
de un astro casi oculto; y el anciano
Arias, que al peso de la edad se abruma
y en la espada viril sienta la mano;
y O'Dónovan gallardo y sonriente,
Blondell dominador, Zavala ufano...
¡Todos peruanos son! Y solamente
entre el clásico grupo, un argentino
yergue a los cielos la preclara frente:
¡es Saénz Peña! En su febril mirada
de ardiente juventud, brilla el destino
que en los grandes espíritus chispea;
hijo de San Martín, su misma espada
¡es la espada inmortal de Necochea!

Rinda parias el Arte a la hermosura
de ese grupo de excelsos capitanes,
en donde, con hierática apostura,
Bolognesi destaca su figura,
como un dios en un grupo de titanes...
Prenda el Arte la lámpara del numen
en el mejor altar, y cante gloria:
¡ese clásico grupo es el resumen
de los trescientos de inmortal memoria!
¿A dónde el bronce colosal, a dónde
que apologice el alma que se esconde
en el reto lanzado a la victoria;
que interprete el afán de la respuesta
de esos desesperados paladines;
y que exprese el vigor de esa protesta,
más alta que la voz de cien clarines?...

El grupo, en torno sus miradas gira;
y un solo bronce que lo copie no halla:
¡y ese grupo es el grupo en que se mira
el nubarrón que en el combate estalla!
¡Ah! ¿para cuándo reservar entonces
el verbo ensalzador de la batalla?
Sólo la lira canta; ella se inspira;
ella es la redentora de los bronces,
¡ya que es de bronce el arco de la lira!...

Y ahí también, a un lado,
Salvo ese grupo respetuoso admira;
y se siente crecer ante el ejemplo,
como bajo el castigo el buen soldado:
su cabeza inclinada y descubierta
como la del idólatra en el templo,
recibe el sol por la ventana abierta;
y su mirada, a veces, busca el campo,
que se encuadra en el marco de la puerta...

¡El héroe, en medio! De su nívea barba
aprisiónase el ampo
con mano nerviosísima; en su frente,
cual labrador que la campiña escarba,
surcos ahonda el ímpetu furente
que enardece su espíritu; en sus ojos,
hay un rayo de sol resplandeciente,
que fulmina altivez y vibra enojos;
en su actitud airada,
se ve el deseo que en su pecho late;
y en su cintura, la ceñida espada
¡tiene estremecimientos de combate!...

En amplio semicírculo, a su frente
los bravos capitanes... Es el coro
que forma Homero de la aquiva gente
en la junta inmortal, en que el sonoro
rayo vibra de Aquiles impaciente.

Habla el héroe: —Ha venido un mensajero
de la enemiga tropa: en una mano
trae la oliva de la paz; y al mismo
tiempo en la otra vengativo acero...
Dejar la plaza me ha exigido en vano:
en nombre del rebelde patriotismo
que siempre alienta el corazón peruano,
le he respondido que la lucha quiero
y no la rendición... Fuera egoísmo,
egoísmo de gloría, en un anciano,
sacrificar vuestras sagradas vidas
sin oíros primero.

¡Vosotros escoged! iNo hubo espartano
que no siguiera el rumbo de Leonidas:
os lo recuerdo: mas quién sabe acaso
si no es bueno seguir, cuando están llenas
de iuventud las almas, al que un paso
le resta, dar hacia la tumba apenas!...

Mientras así decía,
como en una patriótica ironía,
por sus hinchadas juveniles venas
¡en copioso raudal la sangre hervía!
Cesó su voz vibrante,
como una tempestad de amargas quejas;
y se enarcaron las viriles cejas
en su rostro de Júpiter Tonante.

—¡Vuestra opinión es mía!— dice entonces
el majestuoso More; y todos. —¡Mía!—
prorrumpen a la vez: la vocería
es cual si echasen a volar los bronces...

Y no ardió discusión ni surgió enojo
entre el Poder, la Ciencia y el Arrojo,
como en la junta que de Homero el numen
en hexámetros canta varoniles:
porque el gran Bolognesi era el resumen
de Agamenón, de Néstor y de Aquiles:
así encarnaba el héroe americano
la majestad de Agamenón de Atreo
la experiencia de Néstor el anciano
¡y el arrojo del hijo de Peleo!

Salvo, siempre en suspenso, ve la airada
tempestad estallar, con cejijunto
rostro de horror. Clavando una mirada
en esa extraña faz, el héroe al punto
desnuda con estrépito su espada,
y señalando el campo, que la puerta
deja entrever, con la actitud del guía
que muestra un rumbo en la extensión desierta.
—«Ya sabéis —dice— la respuesta mía.
Yo rendirme no sé, yo siempre lucho
a vencer o morir; decid que es ésta
mi irrevocable y única respuesta:
¡Quemaremos el último cartucho!»

No expresó más ese viril deseo
que arde en los heroismos sobrehumanos,
el epitafio que el cantor de Ceo
consagró a los trescientos espartanos.

Ei epitafio aquel del pasajero
que va a decir a Esparta cómo el fiero
Leónidas cumple su deber, se abate,
se humilla, palidece, ante este grito,
que parece retar al infinito
¡con el último estruendo del combate!

Salvo, al oír tan varonil respuesta
abrió los ojos, de sorpresa mudo;
y ante el grupo inmortal, apenas pudo,
viendo del héroe la figura enhiesta,
doblegar la cabeza en un saludo:
¡Y fue ese arranque de sorpresa el mismo
con que después, tras el combate rudo,
saludó la Victoria al Heroísmo!...

autógrafo

José Santos Chocano


«Selva virgen» (1898)

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