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LA EPOPEYA DEL MORRO

VIII. LA MUERTE DEL HÉROE

Bolognesi, vibrante y encendido
en patriótico ardor, buscaba acaso
que pronta muerte le saltara al paso;
y como hubiera sido
corto ese día para tanta gloria
si Josué paró al sol en su carrera
hasta alcanzar la bíblica victoria,
¡ah! también él lo hubiera detenido
para seguir en la batalla fiera,
hasta haber muerto... ¡ya que no vencido!

¡Y tal lo ve la historia todavía!

En su negro corcel, avanza, avanza
al peligro mayor. Vibra en sus ojos
el sol eterno del Eterno Día;
porque bulle en su pecho la esperanza
de hacerse un pedestal con los despojos
de la propia invasión. Así la espuela
clava al ijar de su corcel, que vuela
relinchando de horror; ¡y así entre el fiero
batallar de la tropa amontonada,
en su diestra viril, brilla el acero
cual si fuera un relámpago hecho espada!

De pronto, por su mente enardecida
cruza en rápido vuelo heroica idea:
si ha de morir, que sea
vendiendo cara su gloriosa vida.
Oprimirá el botón que precipite
el fin de la tragedia: la corriente
eléctrica provoque; y prenda luego
la subterránea mina. Así el desquite
alcanzará de la invasora gente,
que morirá con él... Y corre ciego,
atropellando en su ímpetu furente
mil invasores, que de sangre beodos,
ruedan a discreción. Sobre su frente
brilla el deseo que en su pecho siente:
¡morir, como Sansón, matando a todos!...

Mas ¡ay! que hasta la Muerte apetecida
es a veces también indiferente...
Y falla el hilo eléctrico; y entonces
triste, desesperado de la vida,
vuelve a buscar, entre los roncos bronces
y los filos de acero,
el golpe que abra con mortal herida
su pecho de cruzado caballero.

Y fue entonces también cuando el combate
arreció en torno al héroe; y cuando fiero
clavando en su bridón el acicate
embistió el héroe con mayor embate.

En medio de la horrenda vocería,
cada cual fulminaba entre el tumulto
tanto golpe, que al fin no se sabía,
porque en la confusión quedaba oculto,
quién lo daba, ni quien lo recibía!

La muerte en su corcel llegó de lejos
y a manera de flecha disparada
que va certera al blanco, su mirada
envolvió al héroe en lívidos reflejos;
y la frente del héroe iluminada
siniestramente así, doblose mustia,
con la dulce expresión de un sol marchito
que se hunde en un crepúsculo de angustia.

No se oyó un solo grito...
Sólo se oyó un ruido atropellado:
estrépito de cuerpo que ha rodado;
metálico rumor de armas de guerra;
y del corcel, al punto disparado,
al trote que hizo palpitar la tierra...

Tendido estaba el héroe: ahí, tendido.
Las canas, envolviendo la cabeza
como pálidas nieves de tristeza;
la macilenta faz, en un extraño
fulgor bañada; el corazón, herido...
Breve espacio ocupaba sobre el suelo;
¿mas qué su breve corporal tamaño,
si su alma sola llenaría el cielo?

La Gloria descendió desde la altura
y le ciñó su espléndida corona:
al abrirse las nubes, por la anchura
un trueno, como un grito de amargura,
repercutiendo fue de zona en zona...

Y la Gloria ante el héroe parecía
cauteloso guardián, a la manera
del alba que precede al nuevo día.
La Muerte en su caballo amenazola,
como en la orilla rocallosa y fiera
al Morro enhiesto la quebrada ola:
quísola atropellar, pero fue en vano;
porque la Gloria, aunque mujer, es fuerte.
La Gloria se inclinó, cogió la espada
que el héroe retenía entre la mano:
y preparose a defender armada
el cadáver del último espartano...
¡Y fulguró esa espada de tal suerte
entre las sombras del dolor humano,
que se espantó el caballo de la Muerte!

Volvió la Muerte los abiertos ojos;
y como por do quier que la mirada
espació, apenas encontró despojos,
al verse en triunfo sobre tanta vida,
se sintió de sí misma horrorizada
y fugó en su corcel despavorida...

La Gloria entonces con nerviosa mano
clavó la espada en el purpúreo suelo;
se arrodilló ante el último espartano;
quitose la corona, y fijó en ella
una estrella mayor... ¡Después, al cielo
pudo elevarse con tranquilo vuelo,
porque el alma del muerto era esa estrella!

Y en tanto que la Gloria sosegada
subía al cielo con el alma aquella,
los fúnebres despojos en el suelo
esperaban la póstera morada:
¡y largo tiempo, huérfana y clavada
al pie del héroe, como cruz de duelo,
quedó temblando la vibrante espada!

Tal como, en aras de su amante ruego
ofrendaba a sus dioses, el pagano
de pretérita edad, el corderillo
de sus mejores hatos, en el fuego;
lo deshuesaba con su propia mano;
le arrancaba la piel con su cuchillo;
lo rociaba con vino generoso
y de olientes naranjas con el zumo;
y, luego, en profundísimo reposo,
su oración elevaba envuelta en humo...
Bolognesi también, por la victoria
de su Patria infeliz, quísole al cielo
rendirle el homenaje de su gloria;
y cual si hubiera en su dolor infausto
adivinado de la Patria el duelo,
quiso ofrecerse él mismo en holocausto.

Él, que era digno de la excelsa palma;
él, que tenia su sitial de oro
en imperante altura;
él, que amparaba al sol dentro del alma;
él, que huyó siempre del festín sonoro,
porque era intacto cual la nieve pura;
él, que nunca manchó sus galardones
con ambición menguada y prematura;
él, que pudo escribir en sus blasones
la sacrosanta frase de Pavía,
porque nunca perdió la honra sagrada
que de sus padres heredara un día;
él, que cuando el clarín llenó el espacio,
abandonó, para coger la espada,
la dulce vida del Varón de Horacio;
ese hombre, ese hombre justo, en su heroísmo,
quiso ofrecerse al Dios de sus mayores
por salvar a la Patria; —y así el mismo
que en su vida ejemplar de varón fuerte
tranquila senda recorrió de flores...
cóleras de volcán tuvo en su muerte!...

¡Tal el héroe cayó!
                                Y al rudo embate
cien héroes más entre el feral combate
siguieron luego esos gloriosos rastros,
que fulguraron en la lucha fiera...
¡No vencerá la sombra aunque el sol muera;
que, cuando muere el sol, nacen mil astros!

En torno del cadáver, la apretada
tropa, en círculo estrecho,
rechazó al invasor desesperada,
como embota la punta de una espada
la recia cota sobre el firme pecho;
y en torno del cadáver, el hirviente
combate creció más, como una airada
ráfaga que girase repentina...
¡Cuando cae un peñón en un torrente,
el agua de la rápida corriente
en torno del peñón se arremolina!

autógrafo

José Santos Chocano


«Selva virgen» (1898)

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