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IDILIO

A tres leguas de un puerto bullente
que a desbordes y grescas anima
y al que un tiempo la gloria y el clima
adornan de palmas la frente,
hay un agrio breñal y en la cima
de un alcor un casucho acubado
que de lejos diviso a menudo,
y rindiéndose apoya un costado
en el tronco de un mango copudo.

Distante, la choza resulta montera
con borla y al sesgo sobre una mollera.

El sitio es ingrato por fétido y hosco.
El cardón, el nopal y la ortiga
prosperan y el aire trasciende a boñiga,
a marisco y a cieno, y el mosco
pulula y hostiga.

La flora es enérgica para
que indemne y pujante soporte
la furia del soplo del norte,
que de octubre a febrero no es rara,
y la pródiga lumbre febea
que de marzo a septiembre caldea.

El oriente se inflama y colora
como un ópalo inmenso en un lampo,
y difunde sus tintes de aurora
por piélago y campo.
Y en la magia que irisa y corusca
una perla de plata se ofusca.

Un prestigio rebelde a la letra,
un misterio inviolable al idioma,
un encanto circula y penetra
y en el alma es edénico aroma.
Con el juego cromático gira
en los pocos instantes que dura
y hasta el pecho infernado respira
un olor de inocencia y ventura.
Al través de la trágica historia
un efluvio de antigua bonanza
viene al hombre como una memoria
y acaso como una esperanza!

El ponto es de azogue y apenas palpita.
Un pesado alcatraz ejercita
su instinto de caza en la fresca.
Grave y lento discurre al soslayo,
escudriña con calma grotesca,
se derrumba cual muerto de un rayo,
sumérgese y pesca.

Y al trotar de un rocín flaco y mocho
un moreno, que ciñe moruna,
transita cantando cadente tontuna
de baile jarocho.

Monótono y acre gangueo
que un pájaro acalla soltando un gorjeo.

Cuanto es mudo y selecto en la hora,
en el vasto esplendor matutino,
halla voz en el ave canora,
vibra y suena en el chorro del trino.

Y como un monolito pagano
un buey gris en un yermo altozano
mira fijo, pasmado y absorto,
la pompa del orto.

Y a la puerta del viejo bohío
que oblicuando su ruina en la loma
se recuesta en el árbol sombrío,
una rústica grácil asoma
como una paloma.

Infantil por edad y estatura
sorprende ostentando sazón prematura:
elásticos bultos de tetas opimas,
y a juzgar por la equívoca traza
no semeja sino una rapaza
que reserva en el seno dos limas.

Blondo y grifo e inculto el cabello,
y los labios turgentes y rojos,
y de tórtola el garbo del cuello,
y el azul del zafiro en los ojos.
Dientes albos, parejos, enanos
que apagado coral prende y liga,
que recuerdan, en curvas de granos,
el maíz cuando tierno en la espiga.
La nariz es impura y atesta
una carne sensual e impetuosa,
y en la faz, a rigores expuesta,
la nieve da en ámbar, la púrpura en rosa
y el júbilo es gracia sin velo
y en cada carrillo produce un hoyuelo.

La payita se llama Sidonia.
Llegó a México en una barriga,
en el vientre de infecta mendiga
que, del fango sacada en Bolonia,
formó parte de cierta colonia
y acabó de miseria y fatiga.

La huérfana ignara y creyente
busca sólo en los cielos el rastro
y de noche imagina que siente
besos, ay, en los hilos de un astro.
¿Qué ilusión es tan dulce y hermosa?
Dios le ha dicho: «¡Sé plácida y bella,
y en el duelo que marque una fosa
pon la fe que contemple una estrella!»
¿Quién no cede al consuelo que olvida?

La piedad es un santo remedio,
y después, el ardor de la vida
urge y clama en la pena y el tedio
y al tumulto y al goce convida.
De la zafia el pesar se distrae,
desplome de polvo y ascenso de nube.
¡Del tizón la ceniza que cae
y el humo que sube!

La madre reposa con sueño de piedra.
La muchacha medra.

Y por siembras y apriscos divaga
con su padre, que duda de serlo,
y el infame la injuria y estraga,
y la triste se obstina en quererlo.
Llena está de pasión y de bruma,
tiene ley en un torpe atavismo
y es al cierzo del mal una pluma...
¡Oh pobreza, oh incuria, oh abismo!.

Vestida con sucios jirones de paño,
descalza y un lirio en la greña,
la pastora gentil y risueña
camina detrás del rebaño.

Radioso y jovial firmamento.
Zarcos fondos con blancos celajes
como espumas y nieves al viento
esparcidas en copos y encajes.

Y en la excelsa y magnífica fiesta,
y cual mácula errante y funesta
un vil zopilote resbala,
tendida e inmóvil el ala.

El sol meridiano fulgura,
suspenso en el Toro,
y en el paisaje, con varia verdura,
parece artificio de talla y pintura
según está quieto en el oro.

El fausto del orbe sublime
rutila en urente sosiego,
y un derribo de paz y de fuego
baja y cunde y escuece y oprime
Ni céfiro blando que aliente, que rase,
que corra, que pase.

Entre dunas aurinas que otean,
tapetes de grama serpean
cortados a trechos por brozas hostiles
que muestran espinas y ocultan reptiles.
Y en hojas y tallos un brillo de aceite
simula un afeite.

La luz torna las aguas espejos
y en el mar sin arrugas ni ruidos
reverbera con tales reflejos,
que ciega, causando vahidos.

El ambiente sofoca y escalda,
y encendida y sudando, la chica
se despega y sacude la falda,
y así se abanica.

Los guiñapos revuelan en ondas...
La grey pace y trisca y holgándose tarda...
Y al amparo de umbráticas frondas
la palurda se acoge y resguarda.

Y un borrego con gran cornamenta
y pardos mechones de lana mugrienta,
y una oveja con bucles de armiño
—la mejor en figura y aliño—
se copulan con ansia que tienta.

La zagala se turba y empina...
Y alocada en la fiebre del celo
lanza un grito de gusto y de anhelo...
¡Un cambujo patán se avecina!

Y en la excelsa y magnífica fiesta,
y cual mácula errante y funesta
un vil zopilote resbala,
tendida e inmóvil el ala.

autógrafo

Salvador Díaz Mirón


«Lascas» (1901)

Voz Carlos Pellicer Voz: Carlos Pellicer


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