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TRANS TIBERIM
(efístula moral contra todos y más aún en contra mía)

Hacen dinero o sueñan con orgullo
en poder hacerlo cualquier día;
hacen dinero y ni siquiera se dan cuenta
de que eso es lo que está muy bien que hagan
aquellos pobrecitos
que hacer otras cosas no sabrían.
Y hacen dinero, hacen dinero y para ello
se machacan y trituran
y no sé por qué ahora de pronto se me ocurre
que a su incomprensible actividad invariablemente le conviene
la palabra dentadura o el vocablo
frigorífico. Porque hacen dinero o se deshacen
pero no saben
ni de alma ni de pájaro.

Mas ante sus agresiones y mordazas
tú no sientas rabia oscura
y menos aún intentes explicarles
que un poeta en tarde gris
puede llegar a ser varios países,
porque fue la dignidad y no la poesía
lo que de verdad no te trajo sin cuidado
y también porque se sabe
que no ha de haber jamás lluvia que ablande
la cejijunta tierra del imbécil.

Así no sientas rabia sorda y así
jamás te expliques: esto sí que
no vayas nunca a hacerlo.
Y que con trabajo y de tus ojos
nada más llueva silencio, que con trabajo,
que con trabajo y para siempre
sea mudo todo gesto. Pues otra cosa
sería caer por completo en el destiempo,
si de hecho ya te importa un bledo
el vivir o tu escribir
y además parece seguro que el silencio
si no da serenidad al menos sí ha de evitar
el fastidio que causa producir
con el propio dolor malentendidos.
Y por ello todo esto debieras
ahora firmarlo, y prometerlo.

Aunque hay también que imaginar que el evidente
intento de homicidio que subyace
tras todo proyecto de escritura
pueda en protagonistas de una mala cinta convertirnos
y conseguir así que al lugar del crimen
volvamos algún día.

Porque, poeta desusado y para un tiempo
de estupidez tan manifiesta, ¿qué tierra
va a serte ya habitable
sino la que solitario construyas con las manos
de tu voz y tu conciencia?

      II

El final anterior no sólo es un final previsible
y hasta apto para sacudirse con tópica
decencia cualquier libro sino que es
probablemente también el que prefieran
y acaso el que por muchas veces yo aún tenga
que sentir y sienta. Aunque ahora sólo
sé que llevo pantanosos tiempos dándome
en los dientes con el canto del silencio,
y vivir no es sino un abandonado ejercicio
de extrañeza. Porque el día en que me dieron
mi destino comprendí
que mi destino había sido siempre
el no tenerlo; que en realidad
yo no quería escribir, que lo que de verdad hubiera deseado
era más que tanto amor
no nos hubiera llevado nunca a tanto daño
y más generalmente que por eso
y otras cosas me hubiera sido
un poco más feliz y más fácil esta vida;
que yo no quería, no, que yo querría
no haber tenido nunca que escribir
ni que absurdamente arañar cada noche en el papel
un resbaladizo lugar donde vivir, o un lugar, mejor,
para despedir, un ridículo y frágil trampolín
desde donde hasta remansarse lanzar la ira
y poder así acumular en el corazón de nuevo
el apagado valor, la resignación tenaz que se precisa
para encararse y decidirse otra vez a soportar
los mediocres e impuestos infiernos de los días.
Y es por eso que los inverosímiles montones de líneas
que por necesidad llené, para salvarme,
doloroso retrato me son de mi fracaso,
y sólo falta que al fracaso de uno
venga otro y le dé aplausos, que aquel más en la esquina
encuentre muy graciosos los tipos de mis versos
y que otro con cara de simpático afirme con vehemencia
que además de gustarle lo ha entendido.
Y un poeta no quiere ser gustado ni entendido
ni sorbido; un poeta, señores, lo que quiere
es ser creído, aunque tampoco eso compensa
si sus poemas no han sido más que el resultado
del haber ido sin querer viviendo
sobre el vertiginoso cristal de un precipicio.

      III

Pero estas cosas hay que despacharlas y decirlas
muy velozmente y con cautela, no sea que la cándida
mediocridad de algún sagaz
dictamine conpresura
que lo que estamos
en esos momentos haciendo
nosotros es —y para colmo bien—
literatura. ¿Y cómo puede ser que no se sepa
que a los poetas verdaderos la literatura
no nos importó nunca en exceso
y que probablemente nos hacemos
aún más verdaderos cuando ésta
no sólo se nos cae
invariablemente de los dedos sino que hasta
nos fastidia y nos fatiga?

Aunque un poco antes o justo
en esos momentos, a pesar nuestro
y contra nosotros mismos
habremos tal vez dejado
como azufre escritos
algunos gestos.
                            ¿Para qué?
                                                  Pues
para nada.
                        O para la soledad
y para la historia
                                —ese nombre que recibe
la soledad más tarde.

autógrafo

Santiago Montobbio


«Ética confirmada» (1990)

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