IFIGENIA CRUEL
Personas:
Ifigenia,sacerdotisa y sacrificadora
Orestes, náufrago
Pílades, su amigo
Toas, rey de los tauros
Pastor, mensajero de noticias.
Coro de mujeres de Táuride.
Gente marinera y pastores,
adornados con curnecillos.
TARDE, COSTA DE TÁURIDE, CIELO, MAR, PLAYA,
BOSQUE, TEMPLO, PLAZA: EMPIEZA LA CIUDAD
I
IFIGENIA
que ha perdido la memoria de su vida anterior:
Ay de mí, que nazco sin madre
y ando recelosa, de mí,
acechando el ruido de mis plantas
por si adivino a dónde voy.
Otros, como senda animada,
caminan de la madre hasta el hijo,
y yo no —suspensa del aire—,
grito que nadie lanzó.
Porque un día, al despegar los párpados,
me eché a llorar, sintiendo que vivía;
y comenzó este miedo largo,
este alentar de un animal ajeno
entre un bosque, un templo y el mar.
Yo estaba por los pies de la Diosa,
a quien era fuerza adorar
con adoración que sube sola
como una respiración.
—Y pusiste en mi garganta un temblor,
hinchiendo mis orejas con mis propios clamores,
me llenabas toda poco a poco
jarro ebrio del propio vino,
si ya no me hacías llorar
a los empellones de mi sangre.
De tus anchos ojos de piedra
comenzó a bajar el mandato,
que articulaba en mí los goznes rotos,
haciendo del muñeco con amenaza viva.
Tu voluntad hormigueaba
desde mi cabeza hasta el seno,
y colmándome todo el pecho,
se derramaba por mis brazos.
Nacía entre mi mano el cuchillo,
y ya soy tu carnicera, oh Diosa.
CORO
Respetemos el terror
de la que se salió de la muerte
y brotó como un hongo en las roscas del templo.
A osadas pretendía hablar
como no hablan viento y mar,
sacudiendo ansiosa los árboles
que respondían a gritos de pájaros,
o arrancando caricias rotas
en el reventar de las olas.
—Hija salvaje de palabras:
¿Quién te hizo sabia en destazar la víctima?
¿Quién te enseñó el costado donde esconde
su corazón el náufrago extranjero?
Íbamos a envolverte compasivas,
a ti, montón de cólera desnuda,
cuando nos traspasaste con los ojos,
hecha ya nuestra ama.
IFIGENIA
Otros se juntan en fáciles corros
apurando mieles del trato:
yo no, que si intento acercarme,
huyo, de mí misma asustada,
como si otro por mi voz hablara.
Otros prenden labios a labios
y promesas se ofrecen con los ojos,
gozando en conciliarse voluntades:
yo no, amanezco cada día
al tronco de mí misma atada.
Otros, en figuras de baile
alternan amigos y familias,
contrastando los suyos con los pasos de otro:
y yo no, que caigo cada noche
en mi regazo propio.
CORO
¿Te dio Artemisa su leche de piedra,
mujer más fuerte que todos los guerreros?
¡Qué cosa es verte retorcer los brazos
en el afán de ahogar a un hombre!
Prefieres la víctima iracunda,
vencida primero y luego abierta,
para que Artemisa respire
la exhalación de sus entrañas.
¡Oh cosa sagrada y feroz!
Una fuerza que desconoces
está anudada en tu entrecejo.
Y con todo, entre temor y antojo,
te amamos como a fiera joven,
y mil veces, señora, vamos a acariciarte,
cuando he aquí que de pronto nace el rayo
por la sobrehaz de tu piel.
¡Oh cabellera híspida que no puedo peinar!
¡Oh frente y nuca broncas de besar!
¡Brazos redondos, piernas ágiles,
pies elásticos y perfectos!
¡Vaso precioso de mujer arisca:
dinos, dinos al menos
si no puedes ser dulce un solo instante;
dime si al fin podré besarte
las leves puntas de las manos!
IFIGENIA
Y, sin embargo, siento que circula
una fluida vida por mis venas:
algo blando que, a solas, necesita
lástimas y piedades.
Quiero, a veces, salir a donde haya
tentación y caricia.
Pero yo sólo suelto de mí espanto y cólera.
Y cuando henchida de dulces pecados,
me prometo una aurora de sonrisas,
algo se seca dentro de mi misma;
redes me tiendo en que yo misma caigo;
siendo yo, soy la otra...
Y me estremezco al peso de la Diosa,
cimbrándome de impulso ajeno;
y apretando brazos y piernas,
siento sed de domar algún cuerpo enemigo.
¡Oh amor mejor que vuestro amor, mujeres!
Os corre un vigor frío por la espalda:
ya son las manos dos tenazas,
y toda yo como pulpo que se agarra.
Y en la gozosa angustia
de apretar a la bestia que me aprieta,
entramos en el mundo
hasta pisar con todo el cuerpo el suelo,
Libro un brazo, y descargo
la maza sorda de la mano.
Hinco una rodilla, y chasquean
debajo los quebrados huesos.
¡Ya es mío! ¡Ya es tuyo, Artemisa!
Y subo, con un grito, hasta la eterna oreja.
Pero al furor sucede un éxtasis severo.
Mis brazos quieren tajos rectos de hacha,
y los ojos se me inundan la luz.
Alguien se asoma al mundo por mi alma;
alguien husmea el triunfo por mis poros;
alguien me alarga el brazo hasta el cuchillo;
alguien me exprime el corazón.
CORO
Respetemos el dolor
de la que se salió de la muerte
y brotó como un hongo en las rocas del templo.
Sacerdotisa pura en traza de mujer,
nunca divagaré por sus dos senos
de virgen atleta.
Ni gozaré tejiendo sus cabellos.
Nunca disfrutarán su piel mis manos,
ni ha de tocarle sino el aire,
o el agua donde suele romper con el contento
del cabello sediento.
—Y te envidio, señora,
el agrio gusto de ignorar tu historia.
IFIGENIA
Es que reclamo mi embriaguez,
mi patrimonio de alegría y dolor mortales.
¡Me son extrañas tantas fiestas humanas
que recorréis vosotros con el mirar del alma!
Cuando, en las tardes, dejáis andar la rueca,
y cantáis solas, a fuerza de costumbre,
unas tonadas en que yo sorprendo
como el sabor de algún recuerdo hueco;
canciones hechas en el hilo lento,
canciones confidentes y cómplices
que, siempre con iguales palabras,
esconden cada vez hurtos distintos
y mordiscos secretos en la pulpa de la vida;
que, mientras manan sin esfuerzo de la boca,
dan libertad para otros pensamientos—,
entonces yo adivino que andáis errando lejos
de la labor que ocupa vuestras manos,
dueñas de lo que sólo es vuestro
y que en vano atisban los maridos
en la joya robada de los ojos.
Ninguna costumbre os sujeta
y en lícita infidelidad,
abrís con la llave que lleváis al cinto
una cerradura sin chirridos.
Y os envidio, mujeres de Táuride,
alargando mis manos la canción perdida.
(¿Veis? Magníficamente nace del mar la sombra
cuando en las colinas violetas,
asoman, de regreso, los pastores de toros...)
CORO
Canta, con aire monótono.
Cantemos,
dando al tiempo
alma y copo, rueca y voz.
Horas
inútiles tejen
tierra y cielo, tarde y mar.
Arañita
de la casa,
no me dan oficio mejor.
Consejos me
da la rueca,
sintiéndome a solas reír.
Hay quien
de noche duerme,
y hay quien de día trabaja.
Hay quien
aún se acuerda,
y secreta y calla.
Hay quien
perdió sus recuerdos
y se han consolado ya.
Calla un instante. Dice luego:
¿Callas, señora? ¡Solamente callas!
Y, como a aquel que canta contra el aire,
nuestra canción parece caernos en la cara,
queriéndose volver de nuevo al pecho.
¡Oh mujer de rodillas duras!
No acertamos a compadecerte.
fuerza será llorar a cuenta tuya,
a ver, si, de piedad, echas del seno
ese reacio aborto de memoria
que te tiene hinchada y monstruosa.
No hay de nosotras quien no ceda a la canción,
poniendo en ella lo que cada una sabe a solas,
si no eres, tú, pregunta sin respuesta,
a quien vivimos parteando el alma con afán.
No hay de nosotras quien a las lágrimas no acuda
con esa gula íntima de probar un secreto,
donde comienza el juntarse de las almas
en un temblor de miedo y amistad.
¡Pero tú, que ni nos engañas siquiera!
tú que nos das la nada que te llena,
¿no harás, al menos, por forjar un sueño,
una memoria hechiza que nos pague
la sed de consolarte que tenemos?
No; rechina entre tus dientes la voz:
ni recordar ni soñar sabes,
ni mereces los senos en el pecho,
ni el vientre, donde sólo crías la noche.
IFIGENIA
Os amo así: sentimentales para mí,
haciendo, a coro, para mí uso, un alma
donde vaya labrada la historia que me falta,
con estambre de todos los colores
que cada una ponga de su trama.
Tal vez me apunta un resabio de memoria
hechas de vuestras ansias naturales,
y en el imán de vuestras voluntades,
parece que la estatua que soy arriesga un pálpito.
Pero soy como me hiciste, Diosa,
entre las líneas iguales de tus flancos:
como plomada de albañil segura,
y como tú: como una llama fría.
Sobre el eje de tu nariz recta,
nadie vio doblarse tus cejas,
ni plegarse los rinconcillos
inexorables de tu boca,
por donde huye un grito inacabable,
penetrado ya de silencio.
¿Quién acariciaría tu cuello,
demasiado robusto para asido en las manos;
superior a ese hueco mezquino de la palma
que es la medida del humano apetito?
¿Y para quién habías de desatar la equis
de tus brazos cintos y untados
como atroces ligas al tronco,
por entre los cuales puntean
los cuernecillos numerosos
de tus bustos de hembra de cría?
¿Quién vio temblar nunca en tu vientre
el lucero azul de tu ombligo?
¿Quién vislumbró la boca hermética
de tus dos piernas verticales?
En torno a ti danzan los astros.
¡Ay del mundo si flaquearas, Diosa!
Y al cabo, lo que en ti más venero:
los pies, donde recibes la ofrenda
y donde tuve yo cuna y regazo;
los haces de dedos en compás
donde puede ampararse un hombre adulto;
las raíces por donde sorbes
las cubas del sacrificio, a cada luna.
Alfonso Reyes
Incluido en Constancia poética (1959). III. Ifigenia cruel [1923]