II
IFIGENIA CRUEL
CORO
Pero callemos, que un pastor color de tierra,
vago engendro de lanas y hojarasca,
se acerca aquí, como bulto que echa a andar,
filtrando una mirada de ansia y susto
por entre el heno de la barba y las cejas.
Con el cayado sólo bate el aire,
y parece irradiar palabras con la honda;
que al hombre cogido entre sorpresas
no hay útil cuyo oficio no se esconda;
y —todo él lanzado ariete—
devuelve el alma oscura la luz de los sentidos,
y es ya todo intenciones, todo oídos,
todo aspavientos, todo interrogación.
En vano la pezuña elemental
se articula en los cinco dedos ágiles,
ni el unánime ruido animal
se distribuye en cortadas palabras.
Ya olvida el habla, ya descuida el andar;
de su vetusta cojera no se acuerda,
y de lejos nos tiende la mano temblorosa,
como si en esa mano sus noticias trajera.
Entra él
PASTOR
Náufragos, náufragos hay, señora,
si lo es el que pisa tierra ingrata a sus plantas,
aun cuando no lo ruede el mar hasta la orilla,
ni el barco entre en la playa con el costado abierto.
IFIGENIA
¿De dónde son?
PASTOR
Helenos.
Uno llamaba Pílades al otro.
Son dos amigos como dos manos bien trabadas;
donde preguntas el uno, el otro le contesta,
donde uno dicta el otro le obedece.
Son como un alma repartida en dos cuerpos;
cuando habla el uno, calla el otro,
y se completan como dos porciones
de una misma necesidad.
IFIGENIA
¿Y los habéis cazado?
PASTOR
Nuestros y tuyos son.— Y de la Diosa.
IFIGENIA
Pero ¿qué harán los pastores en el mar,
a deshoras corriendo tras las olas
y enloquecidos por vellones de espumas?
Pero ¿qué andáis juntando los rebaños del
agua?
¿De dónde trocasteis los oficios,
confundiendo remos y cayados,
redes y ondas, maldiciones y canciones?
Oh padres apacibles de la tierra
domesticada y quieta,
médicos de zampoña y melodía
y abuelos de la oveja preferida:
¿Qué hacías entre el sobresalto sin fondo
que se burla con velas y con leños,
cuerdas y puños y gritos de furor?
PASTOR
Mensaje
Íbamos a bañar las reses en la cueva
que sirve de refugio al pescador de púrpura,
porque el toro, señora, vuelve al mar como el río,
para cobrar allí sangre, valor y brío.
Muge el novillo; late el can. Es hora
en que la última tarde se dora,
y el mar se deja traspasar el pecho
por un haz de espadas de plata.
Hiere la luz, pero no alumbra;
y sorda sensación de una presencia humana
nos cohibe de pronto, al saludar las cuevas.
Sobrecogido retrocedo entonces,
de puntillas y haciendo la señal del silencio,
de miedo que algún dios desconocido
habite el mar que bate las Simplégadas,
hijo de la marina Leucotea,
Palemo —o algún otro poeta de las aguas.
Y es verdad; que, al rumor que alzamos,
salta en figura de doncel armado
y, echando espumarajos por la boca,
a tajos y a mordiscos cae sobre las reses,
gritando: “¡Oh Furias, oh Dragón,
oh mala hembra que muerta me persigues,
oh vergüenza de Micenas de oro,
oh baño ensangrentando en sangre del esposo!”
El otro, Pílades, en vano lo sujeta,
como a demente que mira sólo el fuego
profundo de su alma, y finge formas
y torna objetos, y cambia el sueño de los ojos
por el sueño de su corazón.
Y, sea que el instinto nos avise
que bajo su locura humana alienta un dios,
o que las armas vibren respetos en su mano,
huimos, como huían los ganados,
para sólo volver y dar sobre el intruso
cuando el otro lo tiene ya sujeto.
Y es fuerza que les valga algún conjuro
o que vengan ungidos de aceites prestigiosos,
para que no perezcan en los nudos
de brazos de pastores y gente campesina
que se junta al tumulto.
Gracias que estamos ilesos unos y otros
y que tu sacrificio, Madre, será perfecto
Alfonso Reyes
Incluido en Constancia poética (1959). III. Ifigenia cruel [1923]