LA MUCHACHA DE ORÁN
Durante todo el día fueron prisioneros
del sol en aquel barco que con pereza hendía
las aguas de este mar de antigua y suave música.
Y ya al atardecer, cuando las huestes del crepúsculo
luchaban con las sombras sobre la azul llanura,
arribaron al puerto de destino.
El mes de julio había
apenas comenzado, y el verano reinaba
en esas tierras como un monarca poderoso.
Los jóvenes amigos vagaron sin rumbo por las calles,
muy llenas ya de noche, de la ciudad desconocida,
y a pesar del calor, de la fatiga del viaje
y del dinero escaso que llevaban,
se sentían dichosos de estar allí, tan lejos de su mundo.
Iban charlando muy alegres acerca de las maravillas
que la ilusión había soñado y que estaban ahora
delante de sus ojos.
Más tarde se sentaron
en la acera de una calle solitaria
a descansar un rato y comer cualquier cosa.
Y al poco vieron en un balcón cercano
a una muchacha esbelta, envuelta en la blancura
de sus ropas, que estaba allí y regaba
con gusto unas macetas.
En el bochorno de la noche,
la belleza de aquella imagen, unida a la frescura
presentida del agua, era un regalo grande
de la vida.
Cuando al fin la muchacha
termino su quehacer y tras ella las puertas
del balcón se cerraron, los amigos
anduvieron de nuevo, hasta llegar al fin
a un lugar apartado en las afueras.
Luego, al pie de unos árboles,
extendieron sus cuerpos.
Y hasta que el sueño vino,
contemplaron en silencio la luna entre las ramas.
Eloy Sánchez Rosillo