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MELVILLE EN LA ADUANA

Cuanto más pertenece un hombre a la posteridad, es decir, a la humanidad en su conjunto, más
desconocido es de sus contemporáneos. La gente reconoce más fácilmente al hombre que sirve a las
circunstancias de su breve hora o al humor del instante al que pertenece y en el que vive y muere

Schopenhauer

Después de dieciocho largos años
de acudir día a día a esta oficina inevitable,
ya casi estoy conforme con mi extraño destino:
todo lo acalla el tiempo, y aquella voz que hasta hace poco,
de manera insistente, me instaba a terminar
de una maldita vez con todo esto,
ahora apenas la escucho, y cuando la oigo a veces
no me dejo engañar y me agarro con fuerza
a los sensatos brazos de este viejo sillón
para negarme al canto de las sirenas ya imposibles.
Pesan mucho los años, y las miserias de la edad
—estos ojos tan torpes, la lucha de los huesos por seguir manteniéndome—
dictan a mis ruinas el horror de su ley.
Aunque alguna vez sienta, en días como éste, por ejemplo
—no sé por qué; puede ser que hoy se deba a la influencia
del otoño magnífico que desnuda los parques
de esta ciudad terrible—, una acrecida repugnancia
por mi aburrido empleo y la tristeza de sus símbolos
(las oscuras maderas de este despacho, el polvo
que cubre los absurdos papeles archivados,
las desvaídas manchas de tinta que los años dejaran
caer en el paisaje inhóspito de mi vieja carpeta);
y paso largos ratos abstraído, pensando con envidia
en la silenciosa lucidez del pobre Bartleby,
o en los días espléndidos de mi lejana juventud,
aquellos años libres —también desesperados—
en que me hice a la mar para poner remedio
a mis males de entonces: esas turbias ideas
que me hacían contemplar con evidente agrado
la imagen del suicida, de la bala en mi sien.
Ahora sé que esos años fueron tal vez los únicos
en que viví de veras, con la locura y el coraje
de un ser libre y divino.
                                            Y lo demás ha sido muerte,
o vida recordada, esa otra forma
más triste de ir muriendo, pues el recuerdo de la dicha
nunca es la dicha misma, sino la elegía
de una desposesión.
                                       Y todos esos libros
que escribí con dolor no son más que cenizas
de aquel fuego intensísimo, los restos del naufragio
de mi insensata mocedad.
                                                Por eso a veces me pregunto
si mereció la pena el empeño que puse
en mi carrera de escritor, el desolado oficio
al que entregué la década más triste de mi vida
y que después abandoné (no porque mi fracaso
así lo aconsejara, puesto que siempre quise hacer, precisamente,
esos libros de los cuales la estupidez contemporánea,
con suficiencia obtusa, dice que han fracasado,
sino porque el oscuro territorio que un día me propuse
explorar hasta el fin allí se terminaba, y es aburrido
vivir más de una vez una misma aventura).
Hace ya mucho tiempo que nada he publicado,
y sólo en ocasiones, cuando siento necesidad de hablar conmigo mismo,
tomo la pluma y escribo algunos versos
a nadie destinados, pero que a mí me sirven
para no estar tan solo en los helados páramos
de la vejez.
                       En ellos y en los libros
de algunos hombres que amo —sobre todo en las obras
de William Shakespeare, tan sólo comparables
a la hermosura infinita de las azules aguas
que navegué en mi juventud—, hallo la compañía
que casi nunca tuve.
                                      Y así, serenamente,
van pasando los días que sin pausa me acercan
al silencio y la paz de la esperada sombra.

autógrafo de Eloy Sánchez Rosillo

Eloy Sánchez Rosillo


«Páginas de un diario» [1977-1980] (1981)

italiano Traduzione di Francesco Dalessandro

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