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CASTA DIVA

  Siempre que hay luna llena
y estoy solo y contemplo con unción cómo el astro
lentamente recorre su camino en el cielo,
vuelvo a una noche de mi adolescencia
que no he olvidado nunca.
  Era verano, y, como de costumbre,
estaba yo con mi familia
—mi madre y mis hermanos; ya había muerto mi padre—
en el campo, en la casa que otras veces
he dicho en mis poemas: aquella casa blanca
que hicieran mis mayores en el centro
de una antigua heredad.
                                              Anochecía.
Me encontraba sentado en un sillón de mimbre,
al lado de la puerta de la casa. Cerré
el libro en que leía, porque ya no quedaba
luz apenas.

                        Entonces,
mis ojos se encontraron, de improviso,
con la luna: iba alzándose
—roja y redonda, enorme, misteriosa—
allá, a lo lejos, en el horizonte.
Y yo, sobrecogido, contemplaba
su solemne hermosura.

                                            Poco a poco,
ascendía en el cielo. Y, al elevarse, fue
cambiando de color: pasó del rojo
al amarillo, y, luego, al blanco puro.
La noche se cerró. Titubeantes,
surgieron las estrellas. El tiempo, remansado,
era un silencio lleno
de tierna luz, de intimidad, de dicha.

  Una sirvienta vino
a llamarme: la cena ya esperaba.
Y entré en la casa y me senté a la mesa
con los míos.
                          Más tarde,
tras un rato de alegre charla, llegó la hora
de acostarse, y nos fuimos retirando
a nuestras respectivas alcobas.

                                                            Al entrar
en la que yo ocupaba, observé con sorpresa
que la luz de la luna penetraba a raudales
por la abierta ventana.
                                          Me acosté,
mas no pude dormirme. Daba vueltas
y vueltas en el lecho. Y miraba, hechizado,
la dulce claridad que iluminaba
las sábanas, mi cuerpo, el cuarto todo.

                                                                        Al fin,
decidí levantarme,
                                    Presté atención: dormían
mi madre y mis hermanos. Podía oírse,
en el silencio, cómo respiraban
con placidez.
                          Despacio, sigiloso,
anduve a tientas en la oscuridad.
Y, al cabo, hallé la puerta
que buscaba. La abrí. Y, furtivamente,
abandoné la casa.

                                    Estaba el campo
empapado de luz, lleno de aromas
y de sosiego. Sólo se escuchaba
el canto de los grillos, el ladrido
de algún perro lejano. En la quietud nocturna,
todo callaba, toda cosa era
paz y recogimiento.
                                      La bóveda celeste
palpitaba. Los astros
no eran mundos distantes: colgaban en racimos
sobre el campo, brillaban
encima de mis ojos, allí mismo, a mi alcance,
como frutos de plata que la noche ofreciera
a mis ingenuas manos.
El plenilunio estaba en su momento
de máximo esplendor. La luna, quieta
en el centro del cielo, me miraba
como mira una madre, con mucho amor, y ungía
con su luz mi inocencia
Todo mi ser vibraba, entregado al misterio
de aquella noche mágica. Y caminé sin rumbo
por los campos, henchido el pecho
de emoción, de entusiasmo; ebrio mi espíritu
del divino fulgor que me daba la luna.

  Yo era en aquel entonces casi un niño,
apenas un muchacho que conservaba intacta
su original pureza.
Mi vida estaba unida a la verdad del mundo
por un hilo secreto.
Y en mi sangre latía la música que mueve
a la gran muchedumbre de los seres creados.

  Pasaron en un soplo las horas. Y la luna
se hallaba ya en la parte descendente
del arco que trazaba ella misma en el cielo.
Su luz era más pálida. Y las estrellas iban
poco a poco apagándose.

  Volví en mí de aquel éxtasis, de aquel sueño hermosísimo
que soñara despierto.
                                          Y como quien retorna
de un viaje muy largo y muy dichoso,
con los ojos alegres
y con el alma llena de indecible ventura,
regresé yo a mi casa.
                                        Abrí la puerta
con cuidado. Aún estaban
todos durmiendo. A oscuras, de puntillas,
fui andando hasta mi cuarto.
                                                    Me eché sobre la cama.
Por la ventana abierta
empezó a entrar la aurora. Ya cantaban los pájaros.

autógrafo de Eloy Sánchez Rosillo

Eloy Sánchez Rosillo


«Autorretratos» [1984-1988] (1989)

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