SIEMPRE
Haber tenido un bien como el que tuve
es poseer un don que no se agota nunca.
No era mi madre un cuerpo, aquella forma
que terminara de alentar un día
y que el tiempo deshizo porque su hacer es ese.
Su amado rostro, sus benignas manos,
su sonrisa tan pura, aunque hayan sido
muy dulces posesiones de mis ojos
y de mi corazón, no eran al cabo
—en los momentos tristes de las postrimerías—
más que las desgastadas y confusas
cáscaras de la luz, figuraciones
declinantes de un fuego que no ha muerto,
que no puede morir y que mantiene
su vigencia de amor en cualquier sitio
que mis pasos caminen.
A veces veo a mi madre
—inconfundiblemente, sin engaño ni rara
ilusión del mirar o del deseo
de tenerla conmigo— en la mañana tibia
de un día muy dorado de diciembre,
en una flor o un árbol, en un giro del aire.
En ocasiones la descubro incluso
en alguien que se cruza conmigo y al que yo
no había visto jamás, pero que es ella;
en mí mismo, en un gesto que le pertenecía
y hallo en mi propio espejo con asombro, en algunas
palabras que son suyas y pronuncian mis labios.
Nos encontramos con verdad tan grande,
con nitidez tan natural, que no
es en manera alguna necesario
decir, esta es mi madre que aquí sigue,
o, este es el hijo que tenía y tengo.
Ambos reconocemos que ese encuentro es la vida,
el relámpago eterno de amor que nos fue dado
del todo y para siempre. Y otra cosa no hay.
Eloy Sánchez Rosillo