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ANOTACIONES A LA POÉTICA
CANTO IV

14. CANCIÓN

La Canción cual su propio nombre denota, es una poesía que se supone destinada a la música; y de esta circunstancia se derivan sus reglas peculiares: el menor discurso o raciocinio, todo lo que descubra esfuerzo, cuanto anuncie tibieza o flojedad, se opone manifiestamente a su propia naturaleza. Un poeta no canta sino entusiasmado; y el entusiasmo se manifesta en el fuego de los sentimientos, en la viveza de las imágenes, en la energía de las expresiones. Así es que la canción debe valerse del lenguaje animado de las pasiones y pintar vivamente los objetos: un momento de frialdad o de lentitud basta para destruir su deleite.

Cuando Garcilaso escogió por argumento de su malhadada canción la lucha de la razón y del deseo, se expuso gravemente a dar contra un escollo, engolfándose en la moral y en la metafísica, de donde a duras penas pudiera salir sin descubrir en su composición, afectación y frialdad. No manifiesta por cierto tener que luchar mucho con el ímpetu de su pasión el que describe así sus pasos:


    No vine por mis pies a tantos daños;
Fuerza de mis destinos me trujeron,
Y a la que me atormenta, me entregaron:
Mi razón y juicio bien creyeron
Guardarme, como en los pasados años
De otros graves peligros me guardaron.
Mas cuando los pasados compararon
Con los que venir vieron, no sabían
Lo que hacer de si ni dó meterse;
Que luego empezó a verse
La fuerza y el rigor con que venían.
Mas de pura vergüenza constreñida,
Con tardo paso y corazón medroso
Al fin ya mi razón salió al camino:
Cuanto era el enemigo más vecino,
Tanto más el recelo temeroso
Le mostraba el peligro de su vida:
Pensar en el temor de ser vencida
La sangre alguna vez le calentaba;
Mas el mismo temor se la enfriaba.



A la frialdad unió alguna vez el poeta una bajeza indigna de cualquiera poesía, y mucho más de una tan esmerada cual debe serlo la canción:


    Corrime gravemente, que una cosa
Tan sin razón hubiese así pasado:
Luego siguió el dolor al corrimiento
De ver mi reino en manos de quien cuento
Que me da v da y muerte cada día,
Vos la más moderada tiranía.



Ni se libertó tampoco Garcilaso de los pensamientos sutiles y alambicados, que tanto desdicen del tono vehemente de la canción:


    De los cabellos de oro fue tejida
La red que fabricó mi sentimiento,
Do mi razón revuelta y enredada
Con gran vergüenza suya y corrimiento,
Sujeta al apetito y sometida
En público adulterio fue tomada,
Del cielo y de la tierra contemplada.



En esta composición de Garcilaso me parece ver a un doctor, que discurre y argumenta cual pudiera hacerlo en un aula; pero no descubro cuadros vivos y animados, capaces de servir de modelo a un pintor, como algunos de los que contiene la célebre canción de Mira de Amescua:


    Ufano, alegre, altivo, enamorado,
Rompiendo el aire el pardo jilguerillo,
Se sentó en los pimpollos de una haya;
Y con su pico de marfil nevado
De su pechuelo blanco y amarillo
La pluma concertó pajiza y baya,
Y celoso se ensaya
A discantar en alto contrapunto
Sus celos y amor junto;
Y al ramillo y al prado y a las flores
Libre y ufano cuenta sus amores.
Mas ¡ay! que en este estado,
El cazador cruel, de astucia armado,
Escondido le acecha,
Y al tierno corazón aguda flecha
Tira con mano esquiva,
Y envuelto en sangre en tierra lo derriba.
¡Ay, vida mal lograda,
Retrato de mi suerte desdichada!
    Rica con sus penachos y copetes,
Ufana y loca con ligero vuelo
Se remonta la garza a las estrellas;
Y puliendo sus negros martinetes,
Procura ser allá cerca del cielo
La reina sola de las aves bellas;
Y por ser ella de ellas
La que más altanera se remonta,
Ya se encubre y trasmonta,
A los ojos del lince más atentos,
Y se contempla reina de los vientos.
Mas ¡ay! que en la alta nube
El águila la vio y al cielo sube,
Donde con pico y garra
El pecho candidísimo desgarra
Del bello airón, que quiso
Volar tan alto con tan corto aviso.
¡Ay, pájaro altanero,
Retrato de mi suerte verdadero!



Gil Polo, continuador de la Diana de Jorge de Montemayor, lució en sus canciones tanta gracia y amenidad, tanta facilidad y dulzura, que algunas pueden servir de modelo:


    Cuando con mil colores divisado
Viene el verano en el ameno suelo,
El campo hermoso está, sereno el cielo;
Rico el pastor y próspero el ganado:
Filomena por árboles floridos
Da sus gemidos;
Hay fuentes bellas,
Y en torno de ellas
Cantos suaves
De ninfas y aves;
Mas si Elvinia de allí sus ojos parte,
Habrá contino invierno en toda parte.
    Cuando el helado cierzo de hermosura
Despoja verbas, árboles y flores
El canto dejan ya los ruiseñores,
Y queda el yermo campo sin verdura
Mil horas son más largas que los días
Las noches frías;
Espesa niebla
Con la tiniebla
Oscura y triste
El aire viste;
Mas salga Elvinia al campo, y por do quiera
Renovará la alegre primavera.


La canción pastoril en que representa el mismo poeta a Galatea jugando a orillas del mar (de la cual se han citado ya algunas estrofas) es una composición tan primorosa, que no tengo noticia de ninguna otra de su clase que se le iguale. ¡Con cuanta naturalidad y viveza expresa en ella un enamorado el sentimiento que le anima!


    Ninfa hermosa, no te vea
Jugar con el mar horrendo;
Y aunque más placer te sea,
Huye del mar, Galatea,
Como estás de Licio huyendo.
    Deja ahora de jugar,
Que me es dolor importuno;
No me hagas más penar,
Que en verte cerca del mar,
Tengo celos de Neptuno.
    Deja la seca ribera,
Do está el alga infructuosa;
Guarda que no salga afuera
Alguna marina fiera
Enroscada y escamosa.
    Huye ya, y mira que siento
Por ti dolores sobrados;
Porque con doble tormento
Celos me da tu contento,
Y tu peligro cuidados.



Entre las descripciones bellísimas asoma siempre el entusiasmo y la ternura del corazón:


    Ven conmigo al bosque ameno
Y al apacible sombrío,
De olorosas flores lleno,
Do en el día más sereno
No es enojoso el estío.
    Si el agua te es placentera,
Hay allí fuente tan bella
Que para ser la primera
Entre todas, solo espera
Que tú le laves en ella.



Pero un amante se olvida de sí mismo cuando ve en riesgo a su querida, y redobla sus instancias para apartarla del peligro:


    Mas desprecia cuanto quieras
A tu pastor, Galatea;
Solo que en estas riberas
Cerca de las ondas fieras
Con mis ojos no te vea.
    ¿Qué pensamiento mejor
Orilla el mar puede hallarse
Que escuchar el ruiseñor,
Coger la olorosa flor,
Y en agua clara lavarse?
    ¡Pluguiera a Dios que gozaras
De nuestro campo y ribera;
Y porque más lo preciaras,
Ojalá tú lo probaras
Antes que yo lo dijera!



Esta canción acaba con la misma gracia que brilla en toda ella:


    Licio mucho más le hablara,
Y tenía más que hablalle,
Si ella no se lo estorbara;
Que con desdeñosa cara
Al triste dice que calle.
    Volvió a sus juegos la fiera,
Y a sus llantos el pastor;
Y de la misma manera
Ella queda en la ribera
Y él en su mismo dolor.



La voz de este ameno poeta, igualmente apacible que clara y sonora, era la más a propósito para esta clase de composiciones: no cabe quejarse de la tiranía del amor o celebrar sus encantos con acento más apasionado y suave que el que empleó Gil Polo en otra canción; de este modo se lamenta en ella un pastor desgraciado:


    Las mansas ovejuelas van huyendo
Los carniceros lobos que pretenden
Sus carnes engordar con pasto ajeno;
Las benignas palomas se defienden
Y se recogen todas en oyendo
El bravo son del espantoso trueno;
El bosque y prado ameno,
Si el cielo el agua clara no le envía,
La pide a gran porfía;
Y a su contrario cada cual resiste:
Solo el amante triste
Sufre su furia y ásperas hazañas,
Y deja que deshaga sus entrañas.



El pastor feliz contesta de esta suerte, enajenado de gozo y entusiasmo:


    No presumáis, pastores, de gozaros
Con cantos, flores, ríos, primaveras;
Si no está el pecho blando y amoroso,
¿A quién cantáis canciones placenteras?
¿A qué sirve de flores coronaros?
¿Cómo os agrada el río caudaloso
Ni el tiempo deleitoso?
Yo a mi pastora canto mis amores,
Y le presento flores,
Y asentado par de ella en la ribera
Gozo la primavera:
Y pues son tus dulzuras tan extrañas,
Benigno Amor, no dejes mis entrañas.



Casi superfluo parecerá advertir que. una versificación que se supone destinada al canto debe ser más limada y sonora, más fluida y apacible que ninguna otra; el más leve descuido se reputa en ella gravísima falta.

autógrafo

Francisco Martínez de la Rosa


«Poética» (1843)

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