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CRECIMIENTO DEL DÍA

                              I

Letras, incisiones en la arena, en el vaho. Signos que borrará el agua o el viento. Símbolos neciamente aferrados a la hora que se cumple dentro de mí, al silencio. ¿Para qué hendir esta remota soledad de las cosas? ¿Por qué llenarlas de plegarias, de trazos, de invocaciones? Porque es un modo de redescubrir el espacio, el origen; de iluminar, mediante el pobre conjuro, la ávida sombra que se cierne sobre el instante. Porque así las murallas de esa cárcel de azogue que yo mismo he erigido, no prevalecerán contra mi nada.

                              II

He inventado la selva, pero me falta un árbol que la pueble. A la orilla del sol, un mediodía se impregna de escalas luminosas. En los densos abismos de una gota de agua, el pez creciente sueña con detenerse, encadenado. Y así como de la enfermedad nace la fiebre, la combustión del tiempo engendra al sol. En los pasadizos de una hoja de sauce, en la urna del polvo que suspende la luz, en las cordilleras de un grano de sal, yace y se hace lo indecible. Todo principio gira. La edad de piedra petrifica el misterio. Y la ceniza, oh tierra, siente nostalgia del incendio. Se levanta y te arrasa —selva, maraña que no conocerás mi último día.

                              III

Distancias, llanuras, escarpaciones: años incorporados a mi sangre (que no esperan volver porque están vivos). Me configuran, me retractan, pulen mi máscara y mi cara. Me hablan de la batalla que perdí sin reñirla —y de ésa que libraré contra los muertos. Soy el despreciable centinela que no estuvo en su sitio para correr la voz de alarma. Y al lado mío —cómplice— se sucedían los desastres y las devastaciones. Como aquel de Judea, me he lavado las manos ante una turbamulta: un tribunal que, desdeñando esos recursos, dicta implacable mi condena.

                              IV

...La palabra despierta: abre los ojos, dice apenas que existe, se dibuja...

                              V

Olvidada del mar, una ola naufraga en la bahía desierta. Nadie pregunta a la cambiante nube de qué fuente alzó el vuelo. Se va a pique el otoño, rota generación de hojas baldías. Tenemos que gastarnos —como ese lápiz sordo contra el muro.

                              VI

Al alba otro rumor:
la tierra nace
la luz se reconstruye
el viento borra.
Asediada de cánticos, la noche
es una isla que anegó la costa.
Si vamos a partir
              deja tu rostro
abandona el amor.
              La piel del aire
como un tatuaje nos señala.
              El día
se arroja en la marea.
Y la mañana
invadida de hogueras
se despuebla.

                              VII

En los acantilados, en las ruinas
grabé ese nombre.
(El astro resplandece
mientras dentro
se derrumban espacios, superficies).
En las ramas caídas, en el polvo
Creció ese nombre.
(Cada estuario
prueba la sal del mar
y hunde a los ríos).
En las dominaciones, en los reinos
que ese nombre cubrió,
las dinastías
sin esperanza se han rendido al tiempo.

                              VIII

En la noche de lluvia un fragor muerto
y los árboles arden y nos queman.
El fuego verde de la luna, angosto
murmullo del infierno nos rodea.
Ira, mosca de espuma, sapo: hierve.
No te pido piedad, lenguaje: brama.
Descienda el trueno;
              sus llameantes alas
caigan a ahondar el árido sepulcro.

                              IX

Ceremonia del círculo, materia,
calcinación, alianza
              estoy buscándote.
Desamparado y no, la levadura
del cotidiano hundirse y recobrarte.
y tú, sal de la noche,
              sal eterna:
Oficia, resucita, tiende lazos
—y los errantes cuerpos, las miradas,
irrevocablemente se consagren.

autógrafo

José Emilio Pacheco


«Los elementos de la noche» (1963)

III. CRECIMIENTO DEL DÍA, 1962


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