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LA PRESEA

                        I

Al señor de Salvatierra,
don Diego Álvar de León,
mancebo en la paz prudente
como en guerra lidiador,
requiere con estas letras,
que honor de sangre dictó,
la que es hija bien nacida
del señor de Monleón:

«De aquella ciudad de Baza
que el moro ha tiempo ocupó
asaz tristes nuevas vienen
para el castellano honor,
que así puro siempre ha sido
como la llama del sol.
Cabe aquellos fuertes muros
que en vano abatir trató
la nuestra aguerrida hueste
con asaltos de león,
defiéndese la morisca
tal como tigre feroz
que entre las garras oprime
la corza que aprisionó.

»El nuestro rey Don Fernando,
el grande, el conquistador,
el que la cruz lleva enhiesta
sobre el morado pendón,
desde Medina del Campo
para Jaén se partió
con la nuestra amada reina,
la de noble corazón;
y haciendo alarde de gente
que el llamamiento acudió,
allega al cerco de Baza
gente de cuenta y valor
que no es bien que aquella joya
desde solar español
cautiva en manos de infieles
Castilla la pierda y Dios.

»Yo vos requiero por ésta,
don Diego Alvar de León,
porque siendo vos tan caro
como decís el mi amor,
a los sus requerimientos
esquivo no seréis vos.
Y ya que al mi amor queréis
que le ponga precio yo,
deciros he, buen mancebo,
que vale más su valor
que la vuestra Salvatierra
y el mi fuerte Monleón;
que vale un joyel que quiero
en mis bodas lucir yo,
hecho de piedras preciosas
que arranque vuestro valor
del puño del rico alfanje
de algún árabe feroz
de aquellos que en Baza fincan
con mengua del nuestro honor.

»Esto tan solo vos digo,
don Diego Alvar de León:
En Baza está la presea,
y en el mi castillo, yo».

Así doña Luz, la hija
del señor de Monleón,
escribe y manda sus letras
con un jinete veloz
al señor de Salvatierra,
que arde por ella en amor.

                        II

Por los campos castellanos,
cargada de majestad,
pasando va dulcemente
la tarde primaveral;
una tarde tibia y pura
que infunde al ánimo paz
con los amables silencios
de su dulce resbalar,
con las tristezas que embeben
y las tristezas que dan
los montes rubios teñidos
en oro crepuscular.
Allá por aquel camino
que viene del Endrinal
y va a las fuertes murallas
de Monleón a rasar,
cabalgan a media rienda
con apostura marcial
hasta cuarenta lanceros
formando apretado haz,
cuyo avanzar vigoroso
la tierra hace trepidar.

Al frente del haz guerrero
cabalga firme y audaz
el señor de Salvatierra
sobre alterado alazán
de rica sangre española
tan fiera como leal,
negras pupilas de toro,
que radian ferocidad,
eréctil musculatura
que treme al manotear,
relincho de agudo timbre,
clarín de guerra en la paz,
crines blondas que lo ciegan,
curvas que gracia le dan,
casco duro, piel nerviosa
y amplia traza escultural;
con un alentar de fuego
como hálito de volcán,
con un marchar armonioso
que encanto a los ojos da,
con un galopar hermano
del más veloz huracán.

Cabe los muros se paran
de la mansión señorial,
dorada con oro viejo
del cielo crepuscular.
Alza don Diego los ojos,
que avaros de luz están,
y déjalos casi ciegos
la luz de aquella beldad.
Tal como imagen hermosa
compuesta en dorado altar,
en un ajimez dorado
la hermosa doncella está.

—¡En Baza está la presea!
—gritó la dama al galán.
Y así contestó el mancebo:
—¡Y en Baza mi honor está!

Y saludando rendido,
con apostura marcial,
al frente de sus lanceros,
partió el gentil capitán.
Cerró el ajimez la dama
y el sol ocultó su faz....
y como todo oscurece
cuando los soles se van,
sobre el alma del guerrero
cayó una noche ideal,
y sobre el campo tranquilo
cayó una noche de paz...
¡Plegue a Dios que dos auroras
las tomen pronto a ahuyentar!

                        III

Es sangrienta la defensa,
sangriento el asalto es,
que están adentro los tigres
de ágil cuerpo y alma infiel,
y afuera están los leones
que asaltan con altivez;
y adentro batirse saben,
y afuera saben vencer;
y a aquellos la rabia enciende,
y a apuestos la intrepidez...
¡Hermosa ciudad de Baza:
caro tu rescate es!

Acosados una tarde
por nuestro ejército fiel,
salieron los defensores
a sucumbir o a vencer,
ardiendo en rabia de locos,
ardiendo en sangrienta sed.

Ante los mismos reales
se traba el combate aquel
en que el oído ensordece,
los turbios ojos no ven,
y la cólera es demencia,
y es el ardor embriaguez,
y es la sangre lava roja
que quema hasta enloquecer,
y es un rayo cada ataque,
y un bloque cada hombre es,
y el herir es siempre hondo
y es mortal siempre el caer...

Espanto pone a los ojos
y el alma pena cruel
ver tantos mozos gentiles
en tierra muertos yacer;
tantos nobles caballeros,
dechados de intrepidez,
luchando tan mal heridos
que pronto habrán de caer,
cristianos, por Dios muriendo;
y españoles, por el rey;
caballeros, por su dama;
guerreros, por honra y prez.
¡Morir de muerte gloriosa
nacer en la Historia es!

En lo recio de la lucha
combate un moro cruel,
que por sus ricos arreos
y su bravura también,
capitán el más famoso
de los de Baza ha de ser.
Al punto viole don Diego,
y así se dirige a él,
como león que de pronto
la presa buscando ve.
Correr el moro lo ha visto
y entre su gente romper,
así como si rompiera
por bosques de frágil mies.

Tal como los bravos toros
que antes del duelo cruel
de hito en hito se contemplan
con ojos que apenas ven,
y como nubes preñadas,
de rayos chocan después,
así los dos capitanes
viniéronse a acometer,
astillas hechas dejando
las lanzas bajo sus pies
y mal por don Diego herido
del brazo moro el corcel.

Alfanje y espada vibran
sobre crujidos de arnés,
truenos estos de la nube
y aquellos rayo cruel,
combate don Diego herido
y herido el moro también,
y éste no quiere rendirse,
y aquél no sabe ceder,
y muertos ya los caballos,
prosigue la lucha a pie.

De pronto el bravo don Diego,
cual si en su mente al caer
alguna amante memoria
doblara su intrepidez,
así como un torbellino
de incontrastable poder
cayó sobre el bravo moro,
que herido rodó a sus pies
gimiendo: «¡Noble cristiano!
¡Solo es vencer tu vencer!
¡Toma el alfanje de un hombre
vencido sólo una vez!»

                        IV

Sobre las torres de Baza
que alumbra radiante el sol,
tremola al beso del viento
nuestro morado pendón.

En un salón del castillo
donde el rey lo aposentó,
cabe el rey está expirando
don Diego Alvar de León
de las sangrientas heridas
que en el combate ganó.

El rey ha escrito una carta
que don Diego le dictó,
y con estas sus palabras
entrégala a un servidor:
«A los lanceros que trajo
don Diego Alvar de León
dais este alfanje, que todos
custodiarán con amor,
y estas letras, y que cumplan
lo que en ellas se ordenó».

Y una tarde, una doliente
tarde de invierno, sin sol,
oscura como el que llevan
de luto enhiesto pendón,
aquellos veinte lanceros
que de Baza el rey mandó
llegando van al famoso
castillo de Monleón.
Desde un ajimez, al verlos
la dama que le cerró
la tarde aquella de mayo
que tuvo radiante sol,
al interior del castillo
llorando se retiró,
y al poco rato, enlutada,
del castillo en un salón,
una joya y estas letras
de sus manos recogió:

«A doña Luz de Mendoza,
el mi más amable amor,
desde el castillo de Baza,
que ya la Cruz coronó,
por la misma mano escrita
de nuestro rey y señor
esta carta vos envía
don Diego Alvar de León,
que en duro trance de muerte
deciros pretende adiós.

»Con estas letras, señora,
lleva un leal servidor
la venturosa presea
que hubiese prendido yo
sobre el vuestro noble pecho
del lado del corazón,
para que vieran mis ojos
sobre tal cielo tal sol.
Dios y el vuestro amor, señora
hanme dado grande honor
de que mi vida al tablero
por Él pusiera y por vos;
y fuera yo mal nacido
y mal caballero yo
si desta merced no fuese
rendido conocedor.

»Mi feudo de Salvatierra
queda, doña Luz, por vos,
que así a nuestro rey placióle
cuando dispúselo yo;
y ya que a Dios no pluguiera
la nuestra feliz unión
luzcan en la misma piedra
por siempre juntos los dos,
el vuestro blasón honrado
y el mi preciado blasón.

»No derraméis de los ojos
llanto que no empuje amor,
porque si solo lo empuja
tristeza del corazón
que en el honor no repara
del que por éste finó,
fuera un llorar muy menguado
que lastimase el honor.

»Maguer la memoria mía
rompa el vuestro corazón,
así verteréis el llanto
que vos arranque el dolor
como yo vierto mi sangre,
sin plañir lamentación,
porque firmeza y no cuitas
nos piden Dios y el amor.
¡Adiós, y guardad el mío
donde el vuestro llevo yo,
que así os lo pide expirando
don Diego Alvar de León!»

De esta manera muy triste
la hermosa dama leyó
ante los veinte lanceros,
ante su padre y señor.
Prendióse el joyel precioso
del lado del corazón,
guardó en el seno la carta
y así diciendo acabó:
«¡Lanceros de Salvatierra!

»Esta noche en Monleón,
y a Salvatierra conmigo
mañana, al salir el sol.
Al salir el sol mañana
vos dejo, buen padre, a vos.
Labrad pronto cabe el nuestro
de Salvatierra el blasón.
Eso vos manda, leales,
y esto vos ruega, señor,
la viuda del valiente
don Diego Alvar de León».

autógrafo

José María Gabriel y Galán


«Campesinas» (1904)

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