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EL CIEGO

    El teólogo se había tornado macilento y febril. Meditaba sin tregua una idea mortal y recorría, en solicitud de alivio, los infolios cargados sobre los facistoles o derramados sobre el pavimento.

    Los autores de aquellos volúmenes habían envejecido en el retiro escuchando los avisos de una conciencia tímida. Salían de sus celdas para despertar, con sus argumentos, el asombro de las universidades.

    El teólogo demandaba el socorro de un crucifijo sangriento, después de registrar con la mirada las imágenes de unos diablos de tres cabezas y armados de tridentes, en memoria y representación de los pecados capitales. Un escultor de la edad media había usado tales figuras al componer la filigrana de una abadía.

    Yo me insinué en la amistad del penitente y lo insté a confiarme la razón de su inquietud. Pretendió retraerme de la pregunta usando alternativamente de efugios y amenazas. Se paseaba en ese momento bajo el estímulo de una alucinación apremiante.

    Yo vine a quedar de rodillas al dirigirle el ruego más apasionado.

    Él impuso la mano sobre mi frente y consintió en asociarme a su visión terrible

    La vista de los suplicios infernales se fijó profundamente en mis sentidos y me siguió de día y de noche, hundiéndome en la desesperación.

    Encontré mi salud cegando voluntariamente. He abolido mis ojos y estoy libre y consolado.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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