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MAR LATINO

    Estoy glosando el paisaje de la Ilíada en donde los ancianos de Troya confiesan la belleza de Helena. Me escucha una mujer floreciente del mismo nombre. Los dos sentimos la solemnidad de ese momento de la epopeya y esperamos el fragor del desastre suspendido sobre la ciudad.

    Agamenón, el rey de las mil naves, puede apresurar, apellidándolas, el desenlace de la contienda.

    La sucesión de los visos del mar, presentes en la memoria de Homero, desaparece bajo el único tinte de la sangre.

    La mujer me invita a dejar el recuento de las calamidades fabulosas y a seguir el derrotero de una fantasía más serena, en demanda de unas islas situadas en el occidente. Horacio las recordaba cuando quería descansar de los males contemporáneos.

    Yo comprendo la excursión irreal sirviéndome de los residuos lapidarios de una leyenda perdida. Nuestro bajel solicita, a vela y remo, los jardines quiméricos del ocaso. Nos hemos fiado a un piloto de la Eneida. Su nombre designa actualmente un promontorio del Tirreno.

    La voz mágica de mi compañera fuga las sirenas ufanas de sus cabellos, en donde se enredan las algas y los corales, y se muda en un canto flébil. Invita a comparecer, bajo el cielo de lumbre desvanecida, la hueste de larvas subterráneas, mensajeras de un mundo espectral.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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