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EL REINO DE LOS CABIROS

    Unas aves negras y de ojos encarnizados se alojaban entre los mármoles derruidos. Infligían la afrenta de las arpías soeces. Andaban a saltos menudos y alzaban un vuelo inelegante.

    La vega de la ciudad abundaba en arbustos malignos citados, para memoria de la venganza y amargura, en más de un libro sapiencial.

    Un busto de mirada absorta, ceñido de guirnalda de yedra, se alzaba a cada momento sobre su pedestal roto. El suelo de los jardines violados había dado albergue, un siglo antes, a las víctimas de una histórica epidemia.

    La luz del día regurgitaba de una rotura del globo del sol, y la noche, duradera cual las del invierno, estaba a cargo de un astro, de orbe incompleto y de través.

    Unos hombrecillos deformes brotaban del suelo, en medio del sopor nocturno. Salían por una apertura semejante al escotillón de un tablado. Sus ojos eran oblicuos y el cabello lacio y espeso invadía la angosta zona de la frente. Respondieron a mi interpelación valiéndose de un gesto lúbrico y hube de asestarles el puño sobre la faz dura, como de piedra. La mano me sangra todavía.

    Yo no contaba otra amistad sino la de una mujer desconsolada, atenta a mi bien y a las memorias de un mundo superior. No sabría decir su nombre. Yo olvidaba, en el principio de cada mañana, su discurso.

    Ella misma me puso en el camino del mar y me señaló una estrella sin ocaso.

    A poco de soltar las velas al viento próspero, vi alzarse, desde el sitio donde me habían despedido con lamentos, una interminable espiral de humo.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«Las formas del fuego» (1929)

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