EL JUSTICIERO
Yo era un prelado riguroso. Mi autoridad pesaba sin contemplaciones sobre un distrito fortificado. Mi palacio gobernaba el río de la frontera, de cauce irregular, alterado por el precipicio y la caverna. Mi estandarte, en figura de triángulo, mandaba con acento vigoroso el concierto de escarpas, reductos y atalayas.
Yo quería imponer, en su significación cabal, los dragantes de mi blasón.
Me encarnizaba especialmente con los delitos de condescendencia y de flaqueza. Vivía sumido en la ventilación del problema de la gracia y del albedrío, y sustraído al hechizo de la naturaleza sensible.
Yo ordené el castigo inhumano del emparedamiento al saber el caso de una monja enamorada y permanecí impasible a la súplica de sus deudos arrodillados.
La infeliz se dirigió al sitio del suplicio al compás de una música sorda y llevando a la diestra el cirio de la penitencia.
Yo me enfermé de un mal incurable al recibir, el día siguiente, la visita del progenitor de la víctima. El anciano había aprendido, en la compañía de las aves, un arte afectuoso. Habitaba, hasta ese momento, en la linde de una floresta, en la vecindad de los ruiseñores, y los había defendido de la saña innata del gavilán.
Las aves le habían referido, en trinos y gorjeos, el cuento de esa vieja enemistad, notada, desde el alba de la historia, en más de una teogonía venerable.
El anciano tañía el violón de un ángel filarmónico, visto por mí en una miniatura alegórica del paraíso.
Sus increpaciones, en el momento de alejarse, dieron al traste con mi severidad.
José Antonio Ramos Sucre