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LOS HIJOS DE LA TIERRA

    Los nómades, reducidos a la indigencia, habían fijado su tienda de campaña en medio de un llano roído por el fuego. Los caballos, prácticos en el arte de acertar con la hierba debajo de la nieve, mordían y trituraban la paja renegrida. Habían sido soltados de unos carros innobles. Una polvareda fortuita venía del horizonte a malograr la faena de los herreros y de los albéitares, oficios reivindicados para satisfacer las preguntas de la policía.

    Los naturales del país, fieles de un dogma tiránico, vigilaban la actitud de los peregrinos y los acusaban de impíos y de rapaces. Yo no me aventuraba en su campamento sino a caballo y provisto de un sable recurvo y después de calarme hasta las orejas un gorro cilíndrico, de pelambre de carnero.

    Los nómades se decían ofendidos en su credo rudimental y solicitaban el auxilio de unas divinidades obtusas, fantasmas del caos desolado. Referían el origen de su raza a la invasión de un cometa, en el principio de los siglos.

    Decidieron alejarse en las últimas oscilaciones del otoño. Volaban los cristales de la nieve precoz. Las ráfagas del polo disolvían el sudario de una virgen insepulta, en la noche estigia, en el límite del mundo.

    Lastimaron, antes de su viaje, la fe de los indígenas con el sacrificio de un perro en la actitud del crucifijo. Consultaban de ese modo el éxito de sus pensamientos y requerían el arribo inmediato y el socorro de la noche. La invitaban a fustigar sin tregua la pareja de cuervos de su carro taciturno.

    La hueste famélica se dirigió al encuentro de un sol precipitado.

autógrafo
José Antonio Ramos Sucre


«El cielo de esmalte» (1929)

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