LAS AZUCENAS
Un cefirillo joven
Fresco y donoso,
Quejábase una tarde
Triste y lloroso.
Toda su pena
Era vivir prendado
De una azucena.
Llevábale en sus alas
Perlas del río,
Deliciosos murmullos,
Fresco rocío.
A tantos bienes
La ingrata devolvía
Sólo desdenes.
Él, ciego de cariño
Por ablandarla,
Por si rendirla puede,
Quiso cantarla;
Y en dulce acento
Suspiró de este modo
Su sentimiento:
—«Tu pálida belleza,
Blanca y querida,
Es, Azucena hermosa,
Luz de mi vida;
Pero me mata
Esa misma hermosura,
Si eres ingrata».
Oyendo en dulce acento
Tales congojas,
Abrió tímidamente
La flor sus hojas;
Y a verlo alcanza
Puro como los sueños
De la esperanza.
Dióle su amor al punto;
Y en su hermosura
Halló el céfiro amante
De gracia pura
Tanta riqueza,
Que fue el amor de entrambos
Todo pureza.
Y por eso en sus trinos
Siempre suaves,
Por los tendidos prados
Cantan las aves:
—«De aromas llenas,
Son las flores más puras
Las azucenas».
Setiembre, 1849
José Selgas y Carrasco