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PRÓLOGO

                  I.

   Lectora: tú, por supuesto,
Tendrás los ojos azules
Como el cielo cuando el alba
Sus resplandores difunde;

   O negros como la noche
Que con más sombras se enlute,
Pudiendo ser tus miradas
Las estrellas con que alumbren;

   O pardos como las ondas
Indecisas de las nubes,
Donde el crepúsculo incierto
Sombra y claridad confunde.

   Ojos que, en fin, sea el que quiera
El color que los dibuje,
Han de ser claros, ardientes,
Rasgados, vivos y dulces.

   Ojos que mirando matan
Con los rayos de sus luces,
Y pues que matando miran,
Dichosos los que sucumben.

   Ojos que también mirando
Tal vida en el alma infunden,
Que pueden dar vida a un muerto
Aun después que lo sepulten.

   Ojos, que si amantes lloran,
Tesoros de amor descubren
Que lágrimas en tus ojos
Serán perlas en estuches.

   Si los bajas, ¡qué modestos!
Y ¡qué altivos! si los subes;
Y como la luz alumbran,
Y queman como la lumbre.

   Ojos que envidiara Venus,
Ojos que adorara Júpiter,
Ojos que miran y triunfan,
Porque Dios quiere que triunfen.

   Ya comprenderás, lectora
Que estas palabras escuches,
Si de discreta te precias
Y de perspicaz presumes,

   La razón que aquí me obliga,
Aunque la alabanza excuses,
A celebrar de tus ojos
La hermosura con que lucen.

   Porque siendo hermosos ellos,
No dirán los que murmuren,
Que con malos ojos miras
Las hojas de este volumen.

   Y si es libro cuyo encanto
Tu imaginación seduce,
A los demás no me importa
Que les guste o no les guste.

   Que así como el sol risueño
Cuando de la aurora surge,
Montes, riveras y valles
De nuevos encantos cubre,

   La mirada de tus ojos
Cuando estas hojas inunde,
Entre nubes de pestañas,
Será el sol que las alumbre.

                  II.

   Aunque es verdad que en el mundo
Todo el tiempo lo consume,
Y toda deuda se paga,
Y todo plazo se cumple;

   Y en movimiento continuo
Todo llega, y pasa, y huye;
Y no hay bien que no se acabe,
Ni mal que cien años dure;

   Aunque es el tiempo, lectora,
Incansable transeúnte,
Que año tras año en la vida,
Sin saber cómo, discurre;

   Y aunque es ley nunca burlada,
Que todo cambie y se mude,
Y que el tiempo al fin destruya
Bellezas y juventudes;

   Y aunque es fácil que los años
Que al contar tu vida sumes,
Dejando de ser abriles,
Comiencen a ser octubres,

   Y que, por tanto, del tiempo
La cansada pesadumbre
Consiga que al fin la aurora
De tu hermosura se nuble,

   Que tu faz se descolore,
Y que tus ojos se enturbien;
Que tu cintura se ensanche,
Y tus mejillas se arruguen;

   Que en lo negro de tus rizos,
O en lo rubio de tus bucles,
El alba del tiempo asome
Y en blancas ondas se anuncie,

   Como vemos que el invierno
Su helada huella descubre
En la escarcha de los montes
Y en las nieves de las cumbres;

   Tengo yo por cosa cierta
Que en encantador resumen,
Gran tesoro de hermosura
Y de juventud reúnes.

   Así, pues, si en este libro
No encontraras lo que busques,
No le pondrás mala cara,
Por mucho que te disguste.

   Ya en luz afable a tus ojos
La satisfacción acude,
Y, entre si quiero o no quiero,
La graciosa boca frunces.

   Ya tus sonrisas me indican
Que a todo temor renuncie,
Porque es libro peregrino
Este que en tus manos puse.

   No has de pagarme con menos
El favor de que te adule,
Cuando pagáis las lisonjas
Al precio de las virtudes.

   La vanidad es el horno
Que el oro del alma funde;
La lisonja es el martillo,
Y la adulación el yunque.

                  III.

Flores y espinas te traigo
Que en suaves versos compuse,
Para que tristes o alegres
Tus pensamientos circundes.

   Flores, delicadas notas
En que la tierra prorrumpe,
Como ofrenda de colores
Al cielo que la circuye.

   Versos, flores delicadas
Que rica el alma produce,
Que el sentimiento fecunda
Y les da el amor perfume.

   Flores, que la tierra pinta
En copiosa muchedumbre,
Ya en las cimas que se alzan,
Ya en los valles que se hunden.

   Versos, que del alma brotan
Y en son armonioso fluyen,
Del agua azul imitando
La apacible mansedumbre.

   Versos que al oído halagan,
Ecos que el aire difunde,
Como cánticos que suenan,
Sin que nadie los pronuncie.

   Versos, mi vida, que son,
Aunque los necios lo duden,
Y los sabios los desdeñen,
Y el negocio los repugne,

   Lengua del cielo, en que brilla
Con más radiantes vislumbres
El rayo de luz que al alma
Su excelso origen descubre.

   Lengua que ninguno aprende,
Por más que ansioso la estudie,
Porque el don de poseerla
Es un privilegio ilustre.

   En ella ha querido el cielo
Que la gloria se vincule,
Que los nombres se eternicen
Y las hazañas se encumbren;

   Que, en vínculos misteriosos
Y en lazos indisolubles,
Forma y pensamiento unidos
En doble belleza junte.

   Lengua, en fin, que en toda lengua,
Porque más se perpetúe,
Encuentra notas ocultas
Que sus cadencias modulen.

   Flores son y espinas tienen;
No por eso las rehuses,
Que no hay flor que sin espinas
En el alma se fecunde.

   Como no hay vida sin penas,
Ni amor sin incertidumbre,
Ni gloria sin amargura,
Ni placer sin inquietudes,

   Cuando la dicha te ahogue
O la desdicha te angustie,
Y por huir de ti misma
En ti misma te refugies,

   Abre este libro, que acaso
En sus páginas oculte
El bálsamo que mitigue
Las tristezas que te abrumen.

   Entre dichas y pesares
Nuestra vida se consume...
Ni por dichosa lo dejes,
Ni por infeliz lo excuses.

autógrafo

José Selgas y Carrasco


«Flores y espinas» (1879)

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