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HORRIDUM SOMNIUM

Al señor don Raimundo Cabrera

¡Cuántas noches de insomnio pasadas
En la fría blancura del lecho,
Ya abrevado de angustia infinita,
Ya sumido en amargos recuerdos,
Perturbando la lóbrega calma
Difundida en mi espíritu enfermo,
Como errantes luciérnagas verdes
Del jardín en los lirios abiertos,
Ha venido a posarse en mi alma
Áureo enjambre de sacros ensueños!

Cual penetran los rayos de la luna,
Por la escala sonora del viento,
En el hosco negror del sepulcro
Donde yace amarillo esqueleto,
Tal desciende la dicha celeste,
En las alas de fúlgidos sueños,
Hasta el fondo glacial de mi alma
Cripta negra en que duerme el deseo.

Así he visto llegar a mis ojos
En la fría tiniebla etreabiertos,
Desde lóbregos mares de sombra
Alumbrados por rojos destellos,
A las castas bellezas marmóleas
Que, ceñidos de joyas los cuerpos
Y una flor elevada en las manos,
Colorea entre eriales roqueños
El divino Moreau; a las frías
Hermosuras de estériles senos
Que, cual flores del mal, han caído
De la vida al oscuro sendero;
A Anactoria, la amada doliente,
Emperlados de sangre los pechos
Y encendidos los ojos diabólicos
Por la fiebre de extraños deseos;
A María, la virgen hebrea,
Con sus tocas brillantes de duelo
Y su manto de estrellas de oro
Centelleando en sus largos cabellos;
A la mística Eloa, cruzadas
Ambas manos encima del pecho
Y tornados los húmedos ojos
Hacia el cálido horror del Infierno;
Y a Eleonora, la pálida novia,
Que, ahuyentando la sombra del cuervo,
Cicatriza mis rojas heridas
Con el frío mortal de sus besos.

Mas un día —¡oh, Rembrandt!, no ha trazado
Tu pincel otro cuadro más negro—
Agrupados en ronda dantesca
De la fiebre los rojos espectros,
Al rumo de canciones malditas
Arrojaron mi lánguido cuerpo
En el fondo de fétido foso
Donde ariados croajaban los cuervos.

Como eleva la púdica virgen
Al dejar los umbrales del templo,
La mantilla de negros encajes
Que cubría su rostro risueño,
Así entonces el astro nocturno,
Los celajes opacos rompiendo,
Ostentaba su disco de plata
En el negro azulado de cielo.

Y, al fulgor que esparcía en el aire,
Yo sentí deshacerse mis miembros,
Entre chorros de sangre violácea,
sobre capas humeantes de cieno,
En viscoso licor amarillo
Que goteaban mis lívidos huesos.
Alrededor de mis fríos depojos,
En el aire, zumbaban insectos
Que, ensanchados los húmedos vientres
Por la sangre absorbida de mi cuerpo,
Ya ascendían en rápido impulso
Ya embriagados caían al suelo.

De mi cráneo, que un globo formaba
Erizado de rojos cabellos,
Descendían al rostro deforme,
Saboreando el licor purulento,
Largas sierpes de piel solferina
Que llegaban al borde del pecho
Donde un cuervo de pico acerado
Implacable roíame el sexo.

Junto al foso, espectrales mendigos
Sumergidos los pies en el cieno
Y rasgadas las ropas mugrientas,
Contemplaban el largo tormento
Mientras grupos de impuras mujeres,
En unión de aterrados mancebos,
Retorcían los cuerpos lascivos
Exhalando alaridos siniestros.

Muchos días, llenando mi alma
De pavor y de frío y de miedo,
He mirado este fúnebre cuadro
Resurgir a mis ojos abiertos,
Y al pensar que no pude en la vida
Realizar mis felices anhelos,
Con los ojos preñados de lágrimas
Y el horror de la muerte en el pecho,
Ante el Dios de mi infancia pregunto:
—«Del enjambre incesante de ensueños
Que persiguen mi alma sombría
De la noche en el frío silencio,
¿Será sólo el ensueño pasado
el que logre palpar mi deseo
En la triste jornada terrestre?
¿Será el único ¡oh Dios! verdadero?»

autógrafo
Julián del Casal


«Nieve» (1892)
La Gruta del Ensueño


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