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BYRON

A Joaquín Castellanos

Dos hombres, a la vez, pasman la tierra;
Su lumbre, el genio, entre los dos reparte:
Napoleón, ese Byron de la guerra,
Byron, sublime Napoleón del arte.

¡Igual enigma en su destino incierto!
Fundidos en un molde sohrehumano;
Tiene, aquél, la grandeza del Desierto,
Y éste, la majestad del Oceano.

En rápido bajel, sobre el undoso
Piélago que al azar surcó el marino,
El cantor de Don Juan va silencioso,
Navegante sin rumbo en su camino.

No le arredra el naufragio de las olas;
Sabe que ruge el mar y que se calma:
Es el naufragio de las vidas solas
El que conoce y el que teme su alma.

Sobre su frente un mundo se desploma,
Y el hijo de la lucha y del estrago
Habla con los sarcófagos en Roma,
Con los viejos escombros en Cartago.

Nada le infunde espanto ni le asombra,
¡Excelsior! en su frente lleva escrito,
Y sigue dialogando con la sombra,
Luminoso y audaz, bello y maldito.

Y cruza las tinieblas, fulgurante,
Como en la noche sideral meteoro:
Carbón que se transforma en un diamante,
Grano de arcilla convertido en oro.

Diole Satán, con su viril orgullo,
La altivez de su indómita energía,
El piélago insondable su murmullo,
Y el dolor su titánica elegía.

Irónica deidad le presta aliento,
Le persigue el demonio del hastío,
Y palpita su insomne pensamiento
Como en su cauce desbordado río.

El león es fuerte y reina en su guarida,
Tiene su nido el águila en la roca,
Y él, águila y león, la frente herida,
Jamás la cumbre de sus sueños toca.

Un lívido crepúculo reviste
Con densa nube sus inquietos lares,
y siempre gemebunda, siempre triste,
Se yergue la visión de sus pesares.

Y, cual fantasma impenetrable y muda,
En arduo monte o desolada estepa,
Sigue al bardo la esfinge de la duda
Sobre el potro jadeante de Mazzepa.

Tántalo de la dicha, en su desvelo
Asir la sombra de un delírio quiere:
La ilusión, como el cóndor, busca el cielo,
Y, al abatirse sobre el polvo, muere.

¡Cuánto misterio en su alma de coloso!
Asomarse a sus bordes es lo mismo
Que sondar el abismo tenebroso...
¡Y quién mide la hondura del abismo!

Germen de un mundo, en ráfagas dispersos
Girones de su espíritu, vibrantes,
Van en tropel flamígero sus versos
Arrastrando sus caudas centellantes.

Caravana de genios luminosa
En fúlgida espiral sigue sus rastros,
Cual en vaga, distante nehulosa,
Los astros se aproximan a los astros.

Con sus alas enormes toca el suelo,
Sin que el lodo le alcance ni el delito,
Y al volar, es la curva de su vuelo
Parábola que asciende al infinito.

Sus nobles lauros profanar intenta
La envidia, que a los grandes acompaña,
Y él se yergue húmillando toda afrenta,
Como surge entre valles la montaña.

¡Cuál esplenden sus altas concepciones!
Hay en sus gigantescas fantasías
Iris, nieblas, estruendos, convulsiones,
Relámpagos, sollozos y armonías.

Consigo mismo en infernal contienda,
Algo le empuja en su vaivén eterno:
Como el ave, en la gálica leyenda,
Del invierno tenaz pasa al invierno.

Connubio de lo humano, y lo divino,
De su cruel fatalidad se engríe,
Y es, en trágica lid con el Destino,
Placer que llora, lágrima que ríe.

De su espíritu excelso en lo más hondo
Resplandecen ignotas maravillas:
Oculta el mar sus perlas en el fondo
Y la espuma abandona en las orillas.

No gime con estériles gemidos:
Su vida en la batalla se acrecienta,
Como aquellos Normandos aguerridos
Que peleaban al son de la tormenta.

Y, cual rebelde Arcángel despeñado,
Ni tregua brinda, ni piedad implora,
Sus armas refulgentes le han quebrado,
Pero no su fiereza vengadora.

Los antros pavorosos de los mares
Y las cumbres cerúleas de los montes,
Palpitan en sus cantos seculares
Y les dan sus soberbios horizontes.

Con un nuevo ideal, amplio y fecundo
Que de la humana pequeñez se mofa,
El genio-tempestad recorre el mundo
Ya el látigo blandiendo, ya la estrofa.

Sus poemas, sus héroes, sus hazañas,
Brotan con sangre de su herido pecho:
Pelícano que rasga sus entrañas
Y ofrece al monstruo el corazón deshecho.

Lleva en su ser, —nostálgico, sublime,—
Tiniebla y luz, crepúsculo y autora,
Y en su alma, rebelión, brisa que gime,
Trueno que ruge, vendabal que llora.

Le place el aquilón cuando levanta
Su cimera de nítidas espumas,
Y, como Ariel sobre la nube, canta
El bardo de las ondas y las brumas.

Italia le circunda de esplendores,
Corónale de mirto en sus placeres,
Y, al semidiós britano, sus amores
Le da el coro triunfal de sus mujeres.

Es perfume, y es aura, y es latido,
Blasfemia, imprecación, llanto y locura;
Es raudal, y torrente, y alarido,
Noche, arrebol, celaje y amargura.

¡Fascinador gentil!... Ante su paso
Encadena las almas soñadoras,
Las envuelve con bromas del ocaso
y las incendia con fulgor de auroras.

Sueña con él la virgen pensativa
En las pálidas noches de Venecia,
y le manda suspiros de cautiva,
Huérfana, y viuda, y sollozante, Grecia.

La voz augusta del martirio siente
Y, al salvaje clamor del victimario,
Responde alzando la apolínea frente
Con el férvido afán de un visionario.

¡Cómo en su fibra el entusiasmo late!
¡Qué brillo extraño en su mirar chispea!
Es Aquiles corriendo hacia el combate,
Pigmaleón despertando a Galatea.

¡La Libertad! La Libertad le inspira;
Oye rugir su cólera sagrada,
Y, arrancando las cuerdas a su lira,
Con su lira de hierro hace una espada.

Voluptuosos festines abandona,
De su errante bajel tiende la vela,
Y, ciñendose el casco por corona,
Hacia la patria de los dioses vuela.

¡Qué cuadro!... Con sus jóvenes guerreros
Botzáris... La montaña... El enemigo...
El raudo fulgurar de los aceros,
El mar azul de Jonia por testigo:

La homérica embriaguez de la batalla,
El agudo vibrar de los clarines,
El fúnebre estridor de la metralla,
Y la noche avanzando en los confines...

Por olímpica alfombra de laureles
Allá corre el gallardo paregrino;
Sobre alados, indómitos corceles
Le arrebata en su senda el torbellino:

Y, a la sombra de helénicos pendones,
Mientras el duro batallar arrecia,
Entre el himno marcial de las legiones
Muere el bizarro paladín de Grecia.

¡Astro que roja claridad difunde
y se derrumba en explosión ardiente,
Como una hoguera en que a la vez se funde
El metal ígneo y el crisol hirviente!

A saludarle en el postrer recinto
Llorando van las últimas sirenas,
Se alzan los rotos bronces de Corinto,
y los tronchados mármoles de Atenas.

Su triunfo el Orbe estremecido aclama;
¡Byron!... repiten las riberas solas...
y al hondo porvenir vuela su fama
Como va el huracán sobre las olas.

Albión, la ingrata Albión, su polvo encierra,
Grecia es página en mármol de su historia,
y servirá de pedestal la Tierra
Al bronce eterno de su eterna Gloria.

autógrafo

Leopoldo Díaz


«Byron» (1899)

italiano Traduzione di Carlo Franceso Scotti

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