CANTO DEL MACHO ANCIANO
(Fragmento 1)
Sentado a la sombra inmortal de un sepulcro,
o enarbolando el gran anillo matrimonial herido
a la
manera de palomas que se deshojan
como
congojas,
escarbo los últimos atardeceres.
Como quien arroja un libro de botellas tristes
a la
Mar-Oceáno
o una enorme piedra de humo echando sin embargo
espanto a
los acantilados de la historia
o acaso un pájaro muerto que gotea llanto,
voy lanzando los peñascos inexorables del pretérito
contra la muralla negra.
Y como ya todo es inútil,
como los candados del infinito crujen en goznes
mohosos,
su actitud llena la tierra de lamentos.
Escucho el regimiento de esqueletos del
gran
crepúsculo,
del gran crepúsculo cardíaco o demoníaco,
maníaco
de los
enfurecidos ancianos,
la trompeta acusatoria de la desgracia acumulada,
el arriarse descomunal de todas las banderas,
el
ámbito terriblemente pálido
de los fusilamientos, la angustia
del soldado que agoniza entre tizanas y frazadas,
a
quinientas leguas abiertas
del campo de batalla, y sollozo como un pabellón
antiguo.
Hay lagrimas de hierro amontonadas, pero
por dentro del invierno se levanta el hongo infernal
del
cataclismo personal, y catástrofes
de ciudades
que murieron y son polvo remoto, aúllan.
Ha llegado la hora vestida de
pánico
en la cual todas las vidas carecen de sentido,
carecen de
destino, carecen de estilo y de
espada,
carecen de dirección, de voz, carecen
de todo lo rojo y terrible de las empresas
o las
epopeyas o las viviendas ecuménicas,
que justificarán la existencia como peligro y como
suicidio;
un mito enorme,
equivocado, rupestre, de rumiante
fue el existir; y restan las chaquetas solas del
ágape inexorable, las risas caídas
y el
arrepentimiento invernal de los excesos,
en aquel entonces antiquísimo con rasgos de santo
y de
demonio,
cuando yo era hermoso como un toro negro y tenía
las
mujeres que quería
y un revólver de hombre a la cintura.
Faltan las glándulas
y el varón genital intimidado por el yo rabioso,
se recoge
a la medida del abatimiento
o
atardeciendo
araña la perdida felicidad en los escombros;
el amor nos agarró y nos estrujó como a limones
desesperados,
yo ando lamiendo su ternura,
pero ella se diluye en la eternidad, se confunde
en la
eternidad, se destruye en la eternidad
y aunque
existo porque batallo y "mi poesía
es mi
militancia",
todo lo eterno me rodea amenazándome y gritando
desde la
otra orilla.
Busco los musgos, las cosas usadas y
estupefactas,
lo postpretérito y difícil, arado de pasado
e
infinitamente de olvido, polvoso y mohoso
como las
panoplias de antaño, como
las
familias de antaño, como las monedas
de
antaño,
con el resplandor de los ataúdes enfurecidos,
el gigante relincho de los sombreros muertos,
o aquello
únicamente aquello
que se está cayendo en las formas
el yo público, la figura atronadora del ser
que se ahoga contradiciéndose.
Ahora la hembra domina, envenenada,
y el vino se burla de nosotros como un cómplice
de
nosotros, emborrachándonos, cuando nos
llevamos
la copa a la boca dolorosa,
acorralándonos y aculatándonos contra nosotros
mismos
como mitos.
Estamos muy cansados de escribir
universos
sobre
universos
y la inmortalidad que otrora tanto amaba el corazón
adolescente, se arrastra
como una pobre puta envejeciendo;
sabemos que podemos escalar todas las montañas
de la
literatura como en la juventud heroica,
que nos
aguanta el ánimo
el coraje suicida de los temerarios, y sin embargo
yo,
definitivamente viudo, definitivamente solo,
defnitivamente viejo, y apuñalado de
padecimientos,
ejecutando la hazaña desesperada de sobrepujarme,
el autorretrato de todo lo heroico de la sociedad
y la
naturaleza me abruma;
¿qué les sucede a los ancianos con su propia
ex
combatiente sombra?
se confunden con ella ardiendo y son fuego
rugiendo
sueño de sombra hecho de sombra,
lo sombrío definitivo y un ataúd que anda llorando
sombra
sobre sombra.
Pablo de Rokha