LAS PAMPAS DEL NORTE
(The Prairies, de Bryant)
Jardines del desierto, pradería
Sin límites, tan fértil como hermosa.
Que la hoz no conoces todavía.
Y en la lengua de Albion no tienes nombre:
¡Pampas! primera vez mi planta os huella,
Y al soltar la mirada vagabunda
Por esta inmensidad que me circunda,
Siento ensancharse el corazón como ella.
Allá vais dilatándoos en aérea
Mórbida ondulación, cual si de pronto
En su más blando arrullo el océano
Con sus olas inmóviles quedara,
¿Inmóviles? ¡ah! no: la oculta mano
Que las encadenara
Soltolas otra vez. Las altas nubes
Corren su sombra encima, y a los ojos
Rueda y fluctúa la amplia superficie
Cuyos fingidos cóncavos umbrosos
Van como resbalando y persiguiendo
Los surcos luminosos,
¡Brisas del Sur! vosotras que barriendo
Tímidas florecillas, respetasteis
Al fiero halcón que sin salir de un punto
Bate una que otra vez las anchas alas
Y en su trono de azul se balancea;
Vosotras que venís de las palmeras
De la opulenta Méjico a embriagaros
En las tejanas viñas, y el aliento
Refrescáis luego en los arroyos limpios
Que al pacífico mar Sonora envía:
¡Brisas! decid si en toda vuestra amena
Excursión, abrazasteis algún día
Otra más bella y majestuosa escena.
Nada hizo el hombre aquí. La misma mano
Que colgó el firmamento
Alzó esas verdes, tímidas colinas,
Sembró sus faldas de olorosa grama,
Y cual islas-vergeles peregrinas
Las plantó de arbolado, y de alta selva
Las cercó en torno: pavimento digno
De este templo magnífico del cielo.
En flores rico, innumerables, bellas,
Emulas de las candidas estrellas.
Nunca, oriental América, tus lomas
Ha cubierto otra bóveda como ésta,
De un azul tan suave, y que del mundo
Parece más vecina.
El firmamento extático se inclina
A enamorar la deleitosa tierra.
Abriéndome camino, al raudo trote
De mi corcel, por entre el mar de pasto
Que los íjares híspidos le azota,
El hueco resonar de sus pisadas
Me parece sacrílego, y mi mente
Piensa en aquellos cuyo polvo ofendo.
¿Yacen aquí los muertos de otros días?
El polvo de tan gratas soledades
¿Fue vida, fue hombres...?
¡Túmulos augustos
Que domináis los silenciosos ríos
O de vetustos robles coronados
Entre la selva os levantáis sombríos!
—¿Vuestras fúnebres voces me responden?
Obra sois de unos hombres, que del mundo
Tiempo ha desparecieron;
Raza disciplinada y populosa
Que en largo afán la tierra amontonaba
Mientras que el griego en armoniosas formas
Tallaba su pentélico, y con ellas
El Partenón resplandeciente alzaba.
Entonces estos campos dar sabían
Grano al hogar y pasto a los rebaños.
Quizá entretanto que el bisonte airoso
En vastas cuadras férvido mugía
Y entregaba obediente
Al duro yugo los crinados hombros.
Este desierto, hoy mudo, todo el día
Oíase resonar con sus faenas
Hasta que del crepúsculo al sonrojo
Las parejas amantes
Por aquí, por allí lentas vagando
Se iban jurando en ya olvidada lengua;
O su acento de amor dando a los vientos
En dulces viejos tonos, modulados
Por hoy desconocidos instrumentos.
Llegó el piel roja, en vagabundas tribus
Cazadoras, feroces; y a su vista
Aquellas mansas gentes se borraron.
Vino a su vez la soledad: sentose
Do unos y otros pasaron;
Y aquí vengo a encontrarla todavía.
Donde cazaba el hombre hoy caza el lobo.
Cuya reciente cueva aullar escucho
En pos de mi caballo; y donde hirvieron
Ciudades populosas
Mina hoy el sueldo el gófer incansable.
Nada del hombre queda: únicamente
Los monteciilos que sus huesos guarda;
Esos terrados en que a ignotos dioses
Dieron adoración; y las barreras
Con afán levantadas
Para hacer pecho al ímpetu enemigo.
¡Vano recurso! el sitiador salvaje
Las rompió audaz; uno por uno fueron
Cayendo esos baluartes, y al fin todos
Colmados de cadáveres quedaron:
Sepulcros descubiertos, do en bandadas
Pronto acudieron los hambrientos buitres,
Y en paz que ningún ojo interrumpía
Sentáronse al banquete silencioso.
Tal vez un solitario fugitivo
De pantano en pantano.
De bosque en bosque anduvo: hasta que hallando
Más que b muerte, amargos, insufribles
La soledad y el sobresalto, él mismo
Vino a darse al suplicio.
Acaso entonces
Triunfó en el bruto la porción del ángel:
Un indolente generoso acento
Salvó al cautivo; entre sus propios jefes
Los rudos vencedores lo sentaron;
Gallarda, fresca una amorosa novia
Escogió entre sus vírgenes; y al cabo
El feliz prisionero parecía
Ya ni memoria conservar de aquello
Que el corazón llevó, siempre indeleble:
La mujer que amó niño, sus infaustos
Frutos de amor, sus gritos cuando fueron
Con toda su nación despedazados.
Cambian así las sombras de la vida.
Así razas enteras, rozagantes
De orgullo y de vigor, se alzan o mueren
Según que Dios les lanza o les retira
Su hálito creador.
Los pieles rojas.
Un campo más agreste a buscar fueron
Para su caza, próximo a las frías
Rocallosas montanas. Los castores
Ya cabe estos arro5^osno edifican
Sino sobre aguas que en su limpio espejo
Nunca el rostro del blanco reflejaron.
Allá, muy lejos, do escondidas corren
Del Oregon y el Misurí las fuentes.
Su Venecia lindísima construyen.
No ya el bisonte pasta en estos llanos,
Aunque sus viejas huellas reconozco
En torno a cada ciénaga estampadas.
Cuarenta leguas más allá del último
Humo del cazador, libre campea
El majestuoso bruto, en formidables
Hordas que hacen la tierra
Temblar con sus pisadas atronantes.
Y hoy mismo, sin embargo, todo es vida
En esta soledad: bullendo veo
Insectos mil, brillantes cual las flores
Que hacen temblar; reptiles que me asombran
Con su primor; y mansas bestias, y aves,
Que casi ni a temerme han aprendido.
El elegante ciervo listo brinca
Al bosque en acercándome.
La abeja,
Intrépido colono, más que el hombre
Con quien vino de allende el océano,
Puebla con sus murmullos el desierto
Y en las bodegas de la encina esconde
Como en los tiempos de oro sus panales.
Deténgome a escuchar, embelesado
Con su casero susurrar sabroso;
Y pienso percibir el gran bullicio
De la avanzante multitud que pronto
Colmará este vacío...
Ya oigo el triscar de los alegres niños,
Ya la argentina voz de las doncellas,
Ya el himno del domingo, que se encumbra
Dulce y solemne al cielo. Sus mugidos
Mezcla el ganado al rumoroso chorro
Del grano de la siembra
De repente
Corta mi grato sueño un viento frío;
Y me hallo solo, en el desierto inmenso.
Rafael Pombo