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EL ALMA DEL PAYADOR

                            I

Canto de payador, límpido canto,
que como un manantial salta entre rocas
afiladas con hórrido quebranto,
que se escurre en cascadas de armonía,
que cual puñado de serpientes locas
se anuda y desanúdase a porfía,
que al fin como en un lánguido reposo
se aquieta blandamente en la llanura
y retratando un cielo tembloroso
duérmese entre un estuche de verdura:
a él va mugidora la vacada
y le empaña las linfas con su aliento;
a él vuela, al través de la cañada,
el chajá que ha venido sobre el viento,
desde el rancho en que está la enamorada;
a él acuden garzas y palomas,
que hasta el juncal, en resonante orgía,
traen bajo sus alas los aromas
de la Pampa que cruzan en el día;
a él da el trébol sus olientes flores,
su inútil gala el pajonal, su sombra
la fugitiva nube, sus rumores
la llanura más blanda que una alfombra...
Sólo que, a veces, ¡ay! corcel salvaje
llega al lago en carrera desatada:
destroza el pajonal; turba el paisaje;
atropella en su escape la vacada;
y entra en el lago que al copiar el cielo
como ondulante lámina chispea,
rasga ese lago cual rasgase un velo
y en las rasgadas linfas chapotea...

¿Qué es el dolor aciago
sino un corcel indómito y bravío,
que chapotea en el cristal de un lago?
¡Ay! a veces también, soplo violento
pone en las aguas el temblor de un frío...
Se encrespa el lago y se retuerce el viento.
Es como una protesta gemidora
lo que se oye sonar. Acaso fíe
al lago el viento el mal que lo devora;
que el lago es un poeta que sonríe
y el viento es un filósofo que llora...

                            II

Tal la morocha alegre, en cuyos ojos
hacinó el cielo las mejores luces,
dio una sonrisa de sus labios rojos
al joven payador, que en su quebranto
se dejaba caer como de bruces
en la rendida imploración de un canto.
Sonrió... Mas ¿qué vale una sonrisa
en labios de mujer? Lo que una ola
desenvuelta debajo de una brisa...
Tras de aquella sonrisa, vino luego
una más y otra más: no estuvo sola,
no fue la gota de agua sino el riego;
pero bajo de todas las dulzuras
de esas sonrisas plácidas, no había
ni pasiones, ni ensueños, ni ternuras.
Bajo de un haz de flores en el llano,
flores de engañadora poesía
que el Sol envuelve en palpitantes besos,
suele encontrar la escarbadora mano
un montón solo de pelados huesos...

¡Mísero payador! ¿Cómo podía
ambicionar el corazón en vano
de quien hija nació de un estanciero?
Sin otro amor que el de la luz del día,
sin otra paz que la del mudo llano,
sin otro bien que su bridón ligero,
el errabundo payador vivía
aquí y allá, con la guitarra apenas
y con la resonante poesía
en que volcaba el corazón sus penas.

Su rancho era el ombú ¡Oh árbol de frente
altiva y soñadora! ¡Árbol bendito,
que se alza en la llanura de repente
cual de repente en el silencio un grito!

Árbol a la manera de la palma,
que resiste las fuerzas iracundas
del vendaval con desdeñosa calma:
no en vano sus raíces son profundas
como las del dolor dentro del alma...

El estanciero pródigo aquel día,
al vagabundo le brindó su amparo
y hasta albergue le dio; porque él quería
que su hija se gozase oyendo al raro
cantor de la más fresca poesía.

Aquella noche, el payador vibrante
su guitarra acaricia: así, delante
de la gentil morocha, haciendo gala
de su numen florido y rozagante,
llena las horas en la alegre sala.

Ella siempre sonríe; él con su mano
nerviosa lanza al aire, como flores
deshojadas, las notas.
                                        El anciano
estanciero recuerda aquel lejano
tiempo de sus eglógicos amores...

¡Cuál se alegra el anciano! Las pupilas
entorna; muestra las mermadas filas
de sus dientes, envueltos en la fuga
de una sonrisa; y sueña... Hasta parece
que hay un surco de luz en cada arruga...
La barba tiembla... El rostro resplandece.

Y la sonrisa que la joven dama
le regala al cantor, es como el eco
del amor que en el canto se derrama
suena ese corazón, pero está hueco.
También el caracol finge rumores
de olas de mar; y el loco desvarío
¡ay! cree amores lo que no es amores,
sino murmullo en caracol vacío...

Cuando medió la noche, hubo el anciano
de suspender la improvisada fiesta;
y entre su mano acarició la mano
que pulsase con tanta maestría
el instrumento gemidor.
                                          La honesta
joven, cándidamente, sonreía...

                            III

En la mañana del siguiente día
sucedió que una res, a campo abierto,
entre nubes de polvo, se venía
como una exhalación. En su carrera,
de una sola cornada dejó muerto
a un corcel; tumbó a un gaucho; una tranquera
saltó; y a grandes pasos el desierto
midió sin que atajar se le pudiera.

Flexible lazo resonó un instante
sobre sus finas astas, y sujeto
el toro quedó al fin; pero el vibrante
lazo estalló de la nerviosa amarra
con la viril sonoridad de un reto,
cual revienta el bordón de una guitarra...

Y la fiera siguió...
                              Llegó hasta el mismo
corredor de la estancia. Ahí, callado,
el payador con su guitarra al lado,
estaba cual si fuese en un abismo.
Un grupo de mujeres animado
charlaba cerca.
                            El toro de repente
presentose, vio al grupo y disparado
sobre él con furia arremetió de frente.

¡Qué grito el que sonó! ¡Con qué presteza
mostrose erguido el payador de un salto,
entre el grupo y la res! ¡Con qué fiereza
el toro, rebajando la cabeza,
embistió al hombre y le lanzó por alto!

Otro lazo vibró.
                            Rindiose el toro,
abandonando al payador maltrecho;
y, entre una gran lamentación en coro,
fue el toro a un poste y el herido a un lecho.

El payador salvose. Y el cuidado
con que a la cabecera le asistía
la morocha gentil, fue dando a su alma
y a su cuerpo salud. Enamorado,
entonces más que nunca, se sentía;
y vegetando en tan dichosa calma,
grato le estaba al toro de aquel día...

¡Ay! Pero en una vez, en que a los labios
un vaso ella le da, tal vez deseosa
de mitigar los últimos resabios
del irritante ardor, él con el brillo
de la fiebre en los ojos, ve una cosa
que le deja espantado...
                                          ¡Es un anillo!

(Un anillo de amor vaciado en oro,
que el amante feliz puso en el dedo
cual promesa nupcial).
                                        Rápido lloro
asoma a sus pupilas; siente miedo
y cólera y pesar, lo que se siente
cuando se pierde todo: algo de ira
y algo de postración.
                                    Y al elocuente
anillo aquel que horrorizado mira,
suma en horas después lo que su oído
escucha.
                Es una plática de amores
en la contigua sala. El novio vino
aquella tarde; y trajo del camino
para el seno de novia un haz de flores.

Mas ¿qué inmuta así al gaucho?
                                                        Es que ese acento
es de una lengua extraña...
—¡Un intruso ha de ser!—
                                            ¿Qué pensamiento
da al fiero gaucho esa expresión huraña,
con que los ojos gira en su aposento?

¡Mísero payador! Corno un Apolo
de la Pampa vivió, pero al fin muere
ante el intruso aquel, que así no sólo
le disputa las tierras, sino quiere
también quitarle el corazón...
                                                    En medio
de aquella noche, el gaucho se incorpora:
piensa que no hay para su amor remedio,
sus puños crispa y en silencio llora.
Súbito, quiere huir.
                                    Entre el reposo
la fiebre le estimula; y deja el lecho.

Arrastra un pie. Tantea sigiloso,
Y, con la diestra en el herido pecho
y la guitarra en la siniestra, huye
cual si fuese un fantasma.
                                            Al patio llega.
Baja uno, otro escalón; mas no concluye:
ensangrentado vértigo le ciega...

Y ahí muere, tendido
en una charca de su sangre.
                                                  En vano
pulsada por el viento da un sonido
la guitarra cayendo de su mano;
y en vano en el cénit la Luna enfoca
los hilos del telégrafo en su estampa,
como guitarra de radiante boca
que el cielo tiende encima de la Pampa...

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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