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CIUDAD COLONIAL
(LIMA PERÚ)

A D. Benito Pérez Galdós

                            I

¡Oh Ciudad de los Reyes! Va a cantarte el Poeta.
No es el Inca suntuoso de arrogante silueta,
ni es el Aventurero de infatigable espada:
es el Virrey galante de peluca empolvada.
Va a cantarte el Poeta, que el Virreynato evoca
con el llanto en los ojos y el suspiro en la boca;
porque extraña ese tiempo de primor y nobleza:
¡oh dolor blasonado! ¡oh elegante tristeza!...
Quien enjoya a su musa por atávicas leyes
con la briáldica pompa de tus claros Virreyes
o la envuelve en misterios con su saya y su manto,
¡te devuelve lo tuyo, porque tuyo es su canto!

                            II

Una vez que, cansado de mi inútil paseo
por el mundo, entré a Lima, cual si entrase a un museo,
sentí en mi alma el encanto de las viejas ternuras;
y, en la noche, ganoso de correr aventuras,
me lancé al otro lado del granítico puente
y vagué por las calles de un gran barrio silente.

Me seguía la Luna como el sueño de un hada,
con su blanco casquete de Virreyna encantada;
y, a la luz pavorosa de su fría linterna,
escuché los rumores de una música interna,
que me hablaba de cosas que se fueron, de gentes
que pasaron, de tiempos que no son los presentes.

Las callejas tortuosas, los vetustos balcones,
los arcaicos portales con sus pétreos blasones
y las plazas rendidas en que sólo la Luna
divagaba a manera de un amor sin fortuna,
fueron dando a mis ojos la impresión de esos días
de prosapias heroicas, de noblezas bravías
y de clásicos trajes que arrastraban sus colas
en un largo paseo de tricornios y golas...

Vi temblar los relieves de las casas antiguas,
animarse los santos de figuras exiguas
que empotrados reposan en la esquina de cada
callejón silencioso, desatarse la atada
cuerda de las dormidas campanas herrumbrosas,
abrirse los balcones cual fuertes mariposas
que sus alas despliegan, brillar en los cristales
floreados de las hondas ventanas conventuales
las luces de otras tiestas y entre pausados sones
salir pesadamente las largas procesiones...

Entendí lo que el río va diciendo en sus quejas,
descifré el jeroglífico heroico de las rejas,
combiné mentalnienle las letras iniciales
grabadas en las puertas, leí los madrigales
y epigramas escritos en la cal de los muros
y platiqué con frailes de conventos obscuros...
Y la Luna, ceñida de religioso velo,
mientras que yo vagaba, desde el fondo del cielo
parecía seguirme, como una enamorada,
con la muda caricia de su lenta mirada...

                            III

¡Oh Ciudad de los Reyes! Evocada en mis sueños
resurgiste en la noche del ayer, con diseños
imprecisos y tintas sin vigor... Resurgiste
—tú, la mujer alegre—, como una estatua triste;
pero al soplo de mi alma se reanimó tu barro.
Cual las tenues visiones del humo del cigarro
que desenvuelve ensueños en largas espirales,
desataron los siglos sus sombras espectrales;
y fueron dando vueltas ante mi fantasía,
que entre las espirales de ese humo te veía.
Vi la Fuente de Bronce, prestidigitadora
de agua en múltiples arcos en que la risa llora,
que en mitad de tu plaza dice murmuraciones
y chismes por la boca de todos sus leones;
tu Catedral, que es de esas ancianas catedrales
con torres que parecen mitras episcopales;
tu Palacio —el Palacio de los Conquistadores—
que es un recuerdo vivo de otras gentes mejores;
tu Puente de granito, que ante tantos despojos
dilata mudamente sus espantados ojos;
tu Alameda —anacrónica y solemne alameda—
que luce su follaje de encarrujada seda
como una dama antigua su acuchillado traje,
a lo largo del río con su espuma de encaje;
y tu Plaza de Toros, que es alegre y coqueta
y vibrante como una redonda pandereta...

Y vi pasar hileras de ya olvidadas gentes:
rostros enjutos, hondas pupilas, finos dientes
entre risueños labios de epigrama, sombrías
arrugas de entrecejos; sutiles ironías
de expresión picaresca, semblantes satisfechos
de nobleza, ostentosos y fementidos pechos;
calesas, mitras, luces; ora un galán que escapa:
la punta de un estoque debajo de una capa:
ora una dama noble que va a misa: un rosario
que sujeta su nácar entre un devocionario;
gregüescos y jubones de pompa florentina;
sayas de canutillo; peines de cornalina;
hopalandas fastuosas y floretes labrados;
tricornios de Virreyes y cotas de soldados;
casacones bordados de una caligrafía
de oro y con botones hechos de pedrería;
y, sobre todo aquello, la tapada limeña,
la tapada que ríe, la tapada que sueña
con un sabroso encanto de helénicos amores
y va ofreciendo gracias y recogiendo flores,
hundida en el misterio de su mantón, en que ella
descubre sólo un ojo como una sola estrella,
pues la mujer ceñida con un niantim de viuda
es más pecaminosa que la mujer desnuda...

Es así cómo pasa la astuta Castellanos,
que enjoya a su faldero con primorosas manos
y cubierto de alhajas lo luce en la alameda,
donde la aristocracia mirándolo se queda,
consiguiendo la dama galante y desdeñosa
que se ocupen del perro los que no de la hermosa;
y es así como es digna de la muertas edades,
con su caricatura del perro de Alcibiades.
Es así como pasa la querida del viejo
Virrey Amat: le pide que la obsequie un espejo;
y él le obsequia las aguas de un paseo en que un día
multiplicadamente la cara se vería.

¡Salud, Paseo de Aguas, inconcluso y durmiente!
Eres ruina y no fuiste: tu pasado es presente;
pero, en medio de tanta belleza o picardía,
finges un cristal roto para mi fantasía,
que te ve con tus aguas, con tu arco hoy derruido
y con todo el orgullo que tú hubieras tenido.
Así, miro en tus aguas la Lima del pasado
como el remordimiento se mira en el pecado;
y por eso es que en mi alma surge tu transparencia
acusadora como si fuese una conciencia...

                            IV

¡Oh Lima! ¡Oh dulce Lima! Ciudad de los amores
en ti sí que los tiempos pasados son mejores...

Tus fiestas y tus damas, tus cortes y tus lances,
tus glorias llenarían diez tomos de romances;
y has sido y serás siempre ciudad de la aventura,
desde que el gran Pizarro vertió su sangre pura,
que se esparció en las losas así como un manojo
de rosas que se hubieran mojado en vino rojo...

Bajo tu Sol, que es tibio, no hay nieves ni hay ardores;
por eso son tan bellas tus damas y tus flores.
Y así, como en ninguna región, se ve en tu suelo
entreverados frutos del trópico y del hielo;
que sólo en ti se juntan, cual si milagro fuera,
los dos enamorados: el pino y la palmera.

Como tu clima, extraño también lo tienes todo.

En el frontón de piedra sus armas talló el godo;
y tras los cortinajes de seda desteñida,
está la sala llena de una remota vida:
en ella, los tapices borrados ya por viejos;
los muebles de caoba; los húmedos espejos
de lunas biseladas y marcos con escudos,
que ven pasar los años como testigos mudos;
las líricas arañas con tules: las alfombras
en que sonar parecen los pasos de las sombras;
los cuadros de dolientes y mágicas pinturas,
que evocan todo un tiempo; y, a veces, armaduras,
en donde, entre las aspas de acero contra acero,
sobre un broquel, un casco sacude su plumero...
Retrato de hace un siglo: tú sabes propiamente
que es un fantasma apenas la Lima del presente;
tú que a las nietas oyes, sentadas en el piano,
resucitar las notas de un tiempo ya lejano...

¡Oh, quien decir pudiese la idea y el anhelo
que sólo tiene el mudo retrato del abuelo!

Así, cuando en el fondo del cielo se destaca
la Luna como el vidrio de una linterna opaca,
en las estrechas calles de tétricos balcones
parece que renacen pretéritas visiones;
y ya del cofre abierto de algún balcón resbala
un lúgubre embozado por la colgante escala,
ya contra un quicio oculto le aguarda un caballero
y hay de repente un choque relampagueante y fiero,
ya por la esquina llega la ronda y en un trazo
se ven dos sombras que huyen y un solo linternazo...

                            V

¡Ciudad de los amores! Tú siempre grande has sido;
por eso no te emboza la capa del olvido:
fue grande tu jolgorio, fue grande tu aventura;
¡y fueron también grandes tus días de amargura!...
Quien rio tu alegría, quien lloró tu quebranto,
quien enjoya a su musa por atávicas leyes
con la heráldica pompa de lus claros Virreyes
o la envuelve en misterios con su saya y su manto,
¡te devuelve lo tuyo, porque tuyo es su canto!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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