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EL SALTO DEL TEQUENDAMA

La quietud del lago,
la emoción del río
y la indiferencia de las altas nieves
ponen viejas notas en los nuevos himnos:
no la catarata, brindis fabuloso,
brindis nunca oído,
brindis resonante de un millón de copas
que las cumbres vuelcan sobre los abismos.
Es la nota única, es la nota nueva,
que los primitivos
no copiaron nunca... no copiaron nunca...
dentro de la clásica onomatopeya de sus cantos líricos.

Una vez, en medio de una selva virgen,
intenté en mis versos traducir los ritmos
de un canto salvaje
(de un canto salvaje que me ha perseguido
obstinadamente
días y semanas y meses y siglos);
y cuando afanoso
imité los ríos
y fingí el jolgorio de las hojarascas
y ensayé gorjeos y aprendí rugidos,
hallé todo inútil,
porque tales ritmos
eran diferentes... eran diferentes...
de los que yo oía dentro de mí mismo.

Hasta que, de pronto,
(¡Salve, Tequendama, gran maestro mío!)
contemplé y a un tiempo
escuché el prodigio
con que el Tequendama brinca en la sonora
taza de un abismo,
como si en el fondo la Naturaleza
juntase sus manos para recibirlo...

El río se arrastra
por los laberintos
de rocas peladas que enseñan los puños
y roncas cavernas de cóncavos gritos,
bajo la arquería de las verdes frondas
que encorvadamente tiemblan sobre el líquido:
es como un paseo
solemne y tranquilo,
con blandos murmullos que se desenvuelven
en conversaciones llenas de suspiros.
El río se arrastra... se arrastra... se arrastra...
sin otros ruidos
que los de una cola que resbala apenas,
majestuosamente, sobre las allbmbras de un palacio antiguo.

Súbito, las aguas
sienten un vahído,
ua presagio, un soplo de misterio y sombra,
hálito de fieras, hálito de abismos;
y, cobardemente,
con el mudo asombro que sintiese un niño,
ensanchan sus ribas, ahondan su cauce
y forman un charco que yace tranquilo,
bajo cien espumas todas inocentes
como las sonrisas de un ángel dormido...
Plácida apariencia
la que tiene el río,
dentro del estuche de cincuenta rocas
en que sonriendo se detiene tímido;
porque ve que pronto se abrirá la caja
fúnebre y entonces, lleno de martirio,
tiene aquel instante que es como el instante,
siempre decisivo,
en que toda el alma se recoge y piensa
antes de sentirse valerosamente dentro del peligro...

Y las aguas corren... corren siempre... corren...
Y en el elocuente cuadro del suicidio,
entre las crispadas rocas que lo estrechan,
se retuerce el río
y da un latigazo de cólera al aire
como una serpiente que un cóndor sacude prendida en el pico...

Y tiembla la caja de música, tiembla
con temblor eterno desde el alto pino
de la embocadura
hasta la palmera del fondo del nicho,
los peñascos tiemblan, las neblinas tiemblan
tiemblan los chispazos, tiemblan los ruidos;
y es así, por eso, cómo se dijese que misericordia,
que misericordia, bajo aquella mole, piden los abismos..

Neblinas, neblinas,
neblinas corno hechas de largos suspiros,
se elevan del fondo y envuelven la mole,
tejiendo un sudario muy leve y muy lino.
Al mirar los copos de espuma, a manera
de seda en ovillos,
que el río en su salto destuerce y alarga
como una madeja de lánguidos giros,
se piensa que el genio de aquellas regiones,
con dedos artísticos,
en vez de hacer gasas, va haciendo en el fondo
neblinas que suben tejiendo un sudario muy leve y muy fino.

A veces un rayo
de Sol cae en medio de aquel laberinto
de nieblas y espumas, cual si alguien quisiese
tocar las melenas de un monstruo con una varilla de vidrio...
Y el Sol se abre paso...
Toca el fondo mismo;
y un gran arco-iris... dos... tres... bullen, saltan,
desprenden del fondo sus trémulos círculos
y al Sol van saliendo, como mariposas
que abrieran sus alas de siete colores dentro del abismo.
Y otra vez las nieblas sobre las espumas...
Y otra vez el rayo de luz sutilísimo...
Y otra vez los iris. . Y otra vez las nieblas
sobre las espumas... ¡Cien veces... mil veces... hasta lo infinito!

Dijérase a ratos; que, en un desposorio
de dioses antiguos,
el Salto es un ramo de blancas espumas
alado con cintas de siete colores en medio de un río.

Y el bosque, bajando
desde las alturas hasta los abismos,
es un cesto en donde se juntan las plantas
de todos los climas: palmeras y pinos;
y así es cómo el Salto, que cae en el fondo
del cesto florido,
está recorriendo monótonamente,
monótonamente, las cuatro estaciones por todos los siglos...

Ya ahora... ya ahora, traduzco en mis versos
(¡Salve Tequendama, gran maestro mío!)
traduzco en mis versos el canto salvaje,
el canto salvaje que me ha perseguido
obstinadamente
días y semanas y meses y siglos;
y copio la nota
que los primitivos
no copiaron nunca... no copiaron nunca...
dentro de la clásica onomalopeya de sus cantos líricos...

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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