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EL TESORO DE LOS INCAS

Hace tiempo que en una ciudad incaica (no importa el nombre)
pensando en ia sentencia que eternamente lleva en sí el hombre,
por entre tantas ruinas, en que dibuja rasgos de oro
la sierpe y el lagarto de bronce medra y hay como un coro
de pájaros nocturnos y las arañas tejen enredos
como si los tejiesen manos nerviosas de finos dedos,
escuché unos murmullos —hondos murmullos— que de repente
llenaron mis oídos, como si fueran los de una fuente:
eran voces del agua, notas vibrantes de lluvia y riego,
llanto como de risa, brindis de alegre desasosiego...

Entonces, blandí un hacha; separé a tajos yedras y espinas;
y penetré, buscando la fuente oculta bajo esas ruinas.
Di en el suelo: hice brecha; y, en lo profundo de aquella rota
hendidura, oí un ruido; tal suena un chorro de agua que brota.
Abrí más la hendidura; y hallé una escala: puse el pie en ella.
Y el misterio me atrajo: me hundí en el hueco. Fie en mi estrella
y, escala por escala, fui descendiendo como asombrado
en la cripta, en que estaba tal vez durmiendo todo el Pasado.

Por la hendidura entraba piadoso rayo de Sol: yo ciego,
de súbito, en las sombras, me hallé rodeado como de fuego.
¿Era fuego? Era fuego, pero sin llamas. Se pensaría
que aquello era el palacio de una dorada cristalería.

Sobrecogido, entonces, soñé encontrarme muerto:
un instante miré cruzar cien rayos. Tuve un delirio reverberante;
pero, al fin, en mí mismo, después, volviendo fui poco a poco:
sentí lo que cobrando la razón siente quizás el loco;

y vi que las escalas eran de oro macizo, el techo
también de oro firme. Vi que aquel túmulo estaba hecho
totalmente de oro: baldosas, arcos, columnas, cuanto
al redor encontraban mis expresivos ojos de espanto.

Y vi que una litera resplandecía, sobre los hombros
de veinte momias que eran los gestos mudos de veinte asombros,
¡La litera de oro del Inca! El Inca sobre ella estaba
vestido con un traje como de fuego. Su arco y su aljaba
eran de oro, y cetro, diadema, escudo, cuanto lucía;
y el manto, de vicuña, piedras preciosas y orfebrería.

Junto de la litera del Inca, estaba la de su Esposa:
la litera de plata. Plata era el trono, plata la rosa
que ostentaba en el pecho la Esposa, llena de blancos brillos
en el traje, en las sienes, en las sandalias y en los anillos.
Una perla ensartada pendía sola de cada oreja;
y el manto era de conchas sobre vellones de blanca oveja.

Tal los dos. Él se erguía como si fuese por su fortuna
la imagen del Sol; y ella como si fuese la de la Luna.

Alrededor y en grupos, con arcos, flechas, lanzas, broqueles,
se empinaban soldados ceremoniosos, en cuyas pieles
de vicuña brillaban dibujos hechos con oro fino
¿Eran los Argonautas que al fin habían el Vellocino?

Ante el Inca y su Esposa, tejían danzas perpetuamente
indias momificadas, en cuyos dedos y en cuya frente
anillos y coronas reverberaban, bajo la fría
luz de siete colores de un arco-iris de pedrería.

Y en el fondo... en el fondo... secas vicuñas, en cuyos huesos
dejaron para siempre postura humilde los grandes pesos,
ofrecían, en arcas repletas, cosas de oro: granos
y polvo, fabulosas sortijas para las regias manos,
vasos de atormentadas figuras, joyas de femeniles
gracias, ajorcas gruesas, collares densos, broches sutiles,
puñales, alfileres, ídolos, armas, astillas, cuñas...
Yo, al ver eso, audazmente, llegué hasta el grupo de las vicuñas;
y, con avaras manos, empuñé el oro que pude.

                                                                                    Entonces
oí un trueno en la cripta: fue como un ruido de muchos bronces.
Vi que todos los muertos se desplomaron; y se deshizo
la pompa de aquel túmulo ante mis ojos como un hechizo.

La tumba fue un infierno; mas no de llamas, sino de oro...
Comprendí que al fin era mío el secreto de aquel tesoro;
puse el pie en la primera grada, ya en busca de la salida;
y me sentí saliendo cual si saliese de la otra vida.

Volví a escuchar la fuente (¿No es verdad, madre Naturaleza?)
Y observé que la fuente sonaba encima de mi cabeza...
¡Oh fuente de la vida! Fuente que brota perpetuamente
en medio de las ruinas (Naturaleza: tuya es la fuente).

Escapé de la tumba; y, al verme afuera con el puñado
de oro, grité entonces: —¡Entre este puño tengo el Pasado!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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