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PRELUDIO AZUL

¡El libro ya está abierto! Lee, amada,
este libro que he escrito, ora en las noches
de dolor —a la luz de tu mirada—,
ora en los días que pasé aturdidos
gozando, a pleno campo, los derroches
de perfumes, colores y sonidos...

Este libro es el mudo confidente
de las del alma tempestades fieras,
que me sofocan en el lecho ardiente;
y de todos los cantos y las risas
que lanzo, a toda voz, por las praderas,
al volado descuido de las brisas...

Lee, amada, mis versos a esa hora
en que la tarde trémula se esfuma,
meciéndote en tu blanda mecedora,
el pie asomado entre tu blanca falda
cual breve caracol entre la espuma,
y libres los cabellos a la espalda.

Láncete el sol sus últimos destellos:
infle tu falda el aire impertinente,
después de alborotarte los cabellos...
Así debes leerme: así mecida,
suave, amorosa y sosegadamente,
¡ya que es sólo un vaivén toda la vida!

¡Lee, y encontrarás, una por una
todas tus ilusiones alocadas
de bienestar, de gloria y de fortuna;
porque en el ansia que tu ideal me inspira,
a tus cinco sentidos afinadas
tengo las cinco cuerdas de esta lira!

Castillo de barajas es la aldea:
de ella te voy a hablar; pero perdona
si algún vocablo la expresión afea.
El amor campesino el frac rehúsa:
no la tersa levita se abotona,
sino se abre más bien la fresca blusa...

Este mismo aire respiraste un día,
en esta misma tierra el pie pusiste
y aquí mismo te adoro todavía.
¡De ti me hablan el campo florecido
y el mar, que llora al doblegarse triste
como mi alma en las playas de tu olvido!

¿Me has olvidado? ¡El corazón protestal
Lo sé: ¡del labrador que la cultiva
nunca puede olvidarse la floresta,
nunca tampoco el cáliz del rocío,
nunca el labio del beso mientras viva,
ni el mar del monte mientras haya un río!

¿Y yo olvidarte? En el dolor me pierdo,
pero orientarme hacia el placer consigo
por el secreto imán de tu recuerdo...
¡Tú eres a mí lo que al abismo el lampo,
lo que el oro es al hambre del mendigo,
lo que el torrente es a la sed del campo!

¡Cómo puedo vivir, así, tan lejos,
sin oírte, sin verte, sin palparte,
absorto ante tus mágicos reflejos,
si tú, cuando mi espíritu se interna
en lo profundo, eres mi Ciencia, mi Arte,
mi Luz, mi Numen y mi Vida eterna!...

¡Aunque lejos estás, mirarte creo,
porque tiene el amor sus embriagueces
en que todo se ve con el deseo;
y ebrio así, y aspirando tu fragancia,
cerca te veo, y me imagino a veces
que no existe ni tiempo ni distancia!

Te veo... ¿Y qué es la lluvia bendecida
¡ayl para el cáliz de la rosa mustia
que ya jamás ha de probar la vida?...
¡Pero valor!... ¡Yo no creí en el alma
hallar desiertos de mortal angustia,
donde no echara su raíz la palma!

¡Te veo; y basta!... ¡Tu belleza copio
en mis versos de amor; mi alma vacila;
y floto y vago, entre mis sueños de opio;
y, al ir vagando por camino incierto,
veo resplandecer en tu pupila
todos los espejismos del desierto!...

Lee, y verás que llenos de amargura
mis pobres versos a probarte vienen
que aun el recuerdo de tu amor me dura.
¡Ya dulces, ya violentos, a tu oído
mis versos sonarán; que en ellos tienen
el buitre y la paloma un mismo nido!

Lee mis pobres versos, ya que el yugo
sé constante llevar de tus amores;
devóralos y exprímeles el jugo;
porque acaso el mayor de mis placeres
está en verlos morir como esas flores
que deshojan, jugando, las mujeres...

autógrafo

José Santos Chocano


«En la aldea» (1895)

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