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ANSIEDAD PARA EL DÍA

Esta conciencia del aire extenso ocupa su sitio justo, su centímetro sobre mi pecho alerta. El campo está vencido y si canto no podré rematar mi canción que se mueve bajo el agua. Un pez dormido en el regazo no puede sonreír, por más que se deslía sobre su lengua fría la imagen ya perdida. Quién pudiera encontrar aquella dulce arena, aquella sola pepita de oro que me cayó de mi silencio una tarde de roca, cuando apoyaba mis codos sobre dos lienzos vacilantes que me ocultaban mi destino. Una bota perdida en el camino no reza en desvarío, no teme a la lluvia que anegue sus pesares. Y un hombre que persigue perderá siempre sus bastones, su lento apoyo, enhebrado en la hermosura de su ceguera. Nada como acariciar una cuesta, una cuneta, una dificultad que no sea de carne, que no presienta la nube de metal, la que concentra la electricidad que nos falta. Por eso es bueno encontrar un navio. Para bogar, para perder la lista de las cosas, para que de pronto nos falte el dedo de una mano y no lo reconozcamos en el pico de una gaviota. Poderse repasar sin saludo. Poder decir no soy aunque me empeñe. Poder decir al timonel no hay prisa, ¿sabe usted?, porque la luz no desciende en forma de naipes y no tengo miedo de marrar mi triunfo. Puedo tener un lujo, el de la superficie, el de esta burbuja, el de aquella espina, parece mentira, que viene bogando, que no encuentra la carne que le está destinada. Estoy perdido en el océano.

Porque no me contemplo. Podéis enseñarme esa ola gigantesca hecha solo de puños de paraguas, esa ruidosa protesta sin resaca. No me asombro, conservo mi nivel sobre el agua, puedo todavía mojar mi lengua en el subcielo, en el azul extático. Pero si llegas tú, el monstruo sin oído que lleva en lugar de su palabra una tijera breve, la justa para cortar la explicación abierta, no me defiendo, me entrego a sus aletas poderosas. ¿Qué falsa alarma ha rizado las gargantas de las sirenas húmedas que yo solo presiento en forma de lijas traspasadas, dormidas sobre su silencio? Una orilla es mi mano. Otra mi pierna. Otra es esta canción silvestre que llevo en anillo dentro de mí, porque no quiero jaulas para los canarios, porque detesto el oro entre los dientes y las lágrimas que no sirven para abrir otras puertas. Porque voy a romper este cristal de mundo que nos crea; porque me lo está pidiendo ese bichito negro que os sale por la comisura de la boca. Porque estáis muertos e insepultos.

En lugar de lágrima lloro la cabeza entera. Me rueda por el pecho y río con las uñas, con los dos pies que me abanican, mientras una muchacha, una seca badana estremecida, quiere saber si aún queda la piel por los dos brazos.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«Pasión de la Tierra» (1928-1929)
IV


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