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SOBRE LA MISMA TIERRA

La severidad del mundo, estameña,
el traje de la mujer amada,
el camino de las hormigas por un cuerpo hermosísimo,
no impiden esa tos en el polvo besado,
mientras bajo las nubes bogan aves ligeras.

La memoria como el hilo o saliva,
la miel ingrata que se enreda al tobillo,
esa levísima serpiente que te incrusta su amor
como dos letras sobre la piel odiada.
Esa subida lenta del crepúsculo más rosado,
crecimiento de escamas en que la frialdad es viscosa,
es el roce de un labio independiente
sobre la tierra húmeda,
cuando la sierpecilla mira,
mira, mira a los ojos,
a esa paloma núbil que aletea en la frente.

La noche sólo es un traje.
No sirve rechazar juncos alegando que se trata de dientes,
o de pesares cuya falta de raíz es lo blanco,
o que el fango son palabras deshechas,
las masticadas después del amor,
cuando por fin los
cuerpos se separan.
No sirve pretender que la luna equivale al brillo de un ropaje algo inútil,
o que es mejor aquella desnudez ardiente,
-si la rana cantando dice que el verde es verde
y que las uñas se ablandan en el barro
por más que el mundo entero intente una seriedad córnea.
Basta entonces sentarse en un ribazo.

O basta acaso, apoyando ese codo que sólo poseemos desde ayer,
escuchar mano en mejilla
la promesa de dicha que canta un pez regalado,
esa voz, no de junco,
que por una botella
emite un alga triste —algo que se parece a un espejo cansado.

Escuchando esa música
se comprende que el bosque cambie de sitio,
que de pronto el corazón se trueque por un monte
o que sencillamente se alargue un brazo para repiquetear sobre el cristal del crepúsculo.

Todo es fácil.
Es fácil amenizar la hora siniestra
tomando la forma de una harmónica,
de ese inútil juguete que en el borde de un río
jamás conseguirá imitar su canción,
o de ese peine inusado
que entre la hierba fresca
no pretende confundirse con la Primavera,
por saber que es inútil.

Mejor sería entonces levantarse y, abandonando
brazos como dos flores largas,
emprender el camino del poniente,
a ver si allá se comprueba lo que ya es tan sabido,
que la noche y el día no son lo negro o lo blanco,
sino la boca misma que duerme entre las rocas,
cuyo alterno respiro
no es el beso o el no beso,
sino el polvo que llueve sobre la tierra mísera.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«La destrucción o el amor» [1932-1933] (1935)
IV


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