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EL VIEJO Y EL SOL

Había vivido mucho.
Se apoyaba allí, viejo, en un tronco, en un gruesísimo tronco, muchas tardes cuando el sol caía.
Yo pasaba por allí a aquellas horas y me detenía a observarle.
Era viejo y tenía la faz arrugada, apagados, más que tristes, los ojos.
Se apoyaba en el tronco, y el sol se le acercaba primero, le mordía suavemente los pies
y allí se quedaba unos momentos como acurrucado.
Después ascendía e iba sumergiéndole, anegándole,
tirando suavemente de él, unificándole en su dulce luz.
¡Oh el viejo vivir, el viejo quedar, cómo se desleía!
Toda la quemazón, la historia de la tristeza, el resto de las arrugas, la miseria de la piel roída,
¡cómo iba lentamente limándose, deshaciéndose!
Como una roca que en el torrente devastador se va dulcemente desmoronando,
rindiéndose a un amor sonorísimo,
así, en aquel silencio, el viejo se iba lentamente anulando, lentamente entregando.
Y yo veía el poderoso sol lentamente morderle con mucho amor y adormirle
para así poco a poco tomarle, para así poquito a poco disolverle en su luz,
como una madre que a su niño suavísimamente en su seno lo reinstalase.

Yo pasaba y lo veía. Pero a veces no veía sino un sutilísimo resto. Apenas un levísimo encaje del ser.
Lo que quedaba después que el viejo amoroso, el viejo dulce, había pasado ya a ser la luz
y despaciosísimamente era arrastrado en los rayos postreros del sol,
como tantas otras invisibles cosas del mundo.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«Historia del corazón» (1945-1953)
II. La mirada extendida


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