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EL NIÑO Y EL HOMBRE

A José A. Muñoz Hojas.

                              I

El niño comprende al hombre que va a ser,
y callándose, por indicios, nos muestra, como un padre, al hombre que apenas todavía se puede adivinar.
Pero él lo lleva, y lo conduce, y a veces lo desmiente en sí mismo, valientemente, como defendiéndolo.
Si mirásemos hondamente en los ojos del niño, en su rostro inocente y dulce,
veríamos allí, quieto, ligado, silencioso,
al hombre que después va a estallar, al rostro experimentado y duro, al rostro espeso y oscuro
que con una mirada de deses per-ación nos contempla.

Y nada podemos hacer por él. Está reducido, maniatado, tremendo.
Y detrás de los barrotes, a través de la pura luz de la tranquila pupila dulcísima,
vemos la desesperación y el violento callar, el cuerpo crudo y la mirada feroz,
y un momento nos asomamos con sobrecogimiento
para mirar el cargado y tapiado silencio que nos contempla.

Sí. Por eso vemos al niño con descuidada risa perseguir por el parque el aro gayo de rodantes colores.
Y le vemos despedir de sus manos los pájaros inocentes.
Y pisar unas flores tímidas tan levemente que nunca estruja su viviente aromar.
Y dar gritos alegres y venir corriendo a nosotros, y sonreírnos
con aquellos ojos felices donde solo apresuradamente miramos,
oh ignorantes, oh ligeros, la ilusión de vivir y la confiada llamada a los corazones.

                              II

Oh, niño, que acabaste antes de lo que nadie esperaba,
niño que, con una tristeza infinita de los que te rodeaban, acabaste en la risa.
Estás tendido, blanco en tu dulzura postuma,
y un rayo de luz continuamente se abate sobre tu cabeza dorada.

En un momento de soledad yo me acerco.
Rubio el bucle inocente, externa y tersa aún
ia aterciopelada mejilla inmóvil,
un halo de quietud pensativa y vigilante
en toda tu actitud de pronto se me revela.

Yo me acerco y te miro. Me acerco más y me asomo.
Oh, sí, yo sé bien lo que tú vigilas.
Niño grande, inmenso, que cuidas celosamente al que del todo ha muerto.
Allí está oculto, detrás de tus grandes ojos,

allí en la otra pieza callada. Allí, dormido, desligado, presente.
Distendido el revuelto ceño, caída la innecesaria mordaza rota.
Aflojado en su secreto sueño, casi dulce en su terrible cara en reposo.
Y al verdadero muerto, al hombre que definitivamente no nació,
ei niño vigilante calladamente bajo su apariencia lo vela.
Y todos pasan, y nadie sabe que junto a la definitiva soledad del hondo muerto en su seno,
un niño pide silencio con un dedo en los labios.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«Historia del corazón» (1945-1953)
II. La mirada extendida


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