EL POETA NIÑO
A Jalin Prieto.
Niño en ciudad, niño dormido en la primera cuna flotante
sobre los hoscos ruidos, niño nacido naturalmente en una ciudad
inmensa, donde las calles se repiten, golpean, despiertan al dormido en
su cielo, y arañan y lastiman y duelen, mientras el Ángel llora,
en su rincón oscuro, una lágrima clara, pronto rodada
hasta los cascos sucios de unos caballos grises.
Crece el niño y asomado a su balcón extiende su manecita
larga. Desde allí acaricia ahora acaso, en lo hondo, los peludos
lomos de esos mismos caballos fatigados de día. Y la extiende
más y se moja en la oprimida fuente de la ciudad,
remotísima, que sus ojos contemplan. Y más
todavía: y la mano pequeña sube hasta que ese vidrio de
color de esa calle, de aquella, de aquella otra, de todas donde,
amarilleante, el sol repiquetea su vibrante crepúsculo.
¡Oh dulce luz pasajera que en los dientes te brilla, niño
de amor que con tus manos llegas a los remotos, no vistos, mas
recordados altozanos de un verde campo de perpetua alegría!
Oyes en tu corazón diminuto el rumor de los ríos donde
viviste siempre, desde la primera creación del mundo. Ahora,
aquí, pasajeramente, un minuto, entre los hombres tristes, miras
atónito su cansado voltear sin sentido entre las calles muertas.
En tu pequeña pupila verde tiembla fresca la realidad que
amamos. Pero nadie te mira, nadie mira tus ojos, por cuyo fondo huir,
ascender, regresar íntegros al devuelto destino. Oh, niño
transitorio que como desde el fondo de un espejo nos miras, pronto a
escaparte como una niebla dulce.
Mas los hombres te tocan al pasar con descuidada mano. Niño
pequeño, tu cabellera invita a enredar distraídamente un
instante los dedos en su luz apacible. Pequeño, más
pequeño todavía, se acariciaría al pasar la ligera
mejilla, mientras nadie conoce el mar imperioso, furioso que para los
hombres brama con amorosa voz desde el fondo de tus ojos perpetuos.
¡Ah, acaba! Acaba tu misteriosa visita y escapa como luz, como
muerte temprana. Nunca el hombre que tú eres te herede, padre
tú de dolor en la vida madura. Y huye ligero, con tu
talón precioso despegándose, rayo de luz arriba, hacia el
hondo horizonte, hacia el cénit; más alto: al innombrable
reino sin meta donde tú residías, eternamente naciente,
con la edad de los siglos.
Vicente Aleixandre