ESQUIVIAS: BELLO NOMBRE
I
Esquivias: bello nombre. La plaza es grande,
demasiado, y está desierta. Casas
torcidas, que apenas se sostienen, con un esfuerzo antiguo.
Torcidas o cansadas, cual si cambiado hubieran de postura
hace siglos, tras siglos.
Aquella está encalada. Aquella gris, de rosa sucio esta otra.
Y azul reciente la más vieja, vieja triste
que un día se pintó y a nadie engaña.
Tostada, con dos arcos enormes y un barandal que corre en ellos siempre,
otra mansión mayor. La cruz de Calatrava
roja en el medio. (No vieja; sí es antigua.)
Un caballero... Aquí al pie pone: «Arbitrios
Municipales». Hoy Ayuntamiento,
parado o muerto. ¿Acaso algún mañana
—niños, jóvenes—
este balcón vivir
verá de nueva vida un pueblo en vida?
En el centro una fuente. Allí sola una fuente, un tubo: un poco
de agua para este pueblo seco.
Por esa calle, «Calle de doña Catalina de Palacios»,
baja de negro una mujer: un cántaro.
Corriendo por esa callé alta
llega una niña con su cantarilla. La fuente puede
vacar y arroja lento el chorro
para nadie, por todos, agua única,
que no regresa. Ah, ahora es una vieja y arrastra o empuja
la carretilla, y son cuatro vasijas
que acuden al imán. Pintada aquí delante,
como bandera ante los cántaros,
una palabra fría —el largo esfuerzo—:
«No se da».
No se da agua, quiere decir. Quiere decir: Es mucho
el esfuerzo, mucha la distancia, el cansancio,
y no se puede dar. Cada cual busque.
La injusta lucha por vivir hace cruel; la sed
hace al que muere de ella correr en pos de un sueño:
la gota de agua única.
II
Ya, nadie. En esa pared letras; dicen:
«Casino-Bar». Viejo el portón; un patio. El
emparrado fino
tamiza aquí la luz
postrera. ¡Ah, qué quietud! Recóndita otra puerta
da al fin a este casino inmóvil: Bar dormido.
Hay unos viejos que en el sueño juegan
a un dominó enterrado. Tarde se oye
a alguien que apenas puede y dice: ¡blanca!
Y todos caen en el sopor jugando,
durmiendo. Un humo les envuelve.
Y otra mesa, y allí: «¡Manuel, Manuel, te
toca!»
Y una mano despacio alza una carta
como una luz que lentamente se abre,
y se hace el día. Y cae, y es noche.
«A ti, a ti te toca». Y otra vez despacísimo amanece.
Quien sirve, mudo, al mostrador se apoya,
y piensa o vive.
Es viejo, y nadie llama. En pie, adormido,
él es su ayer que nunca se termina.
Solo al caer la tarde suenan voces,
las solas voces de este pueblo extenso.
Llegan, se anuncian, por esa calle advienen.
Mozos. Ocho, diez, doce, quince mozos,
y vienen y hablan alto, y van ligeros.
Llegan del campo destocados, ciertos,
cuchilla al hombro, y hablan, hablan, gritan,
ríen o juran. En su suela erguidos,
pana primero y faja, camisa abierta luego
y pecho y cuello y rostro, y el fuego del cabello
que en la noche reluce. Y voces, voces.
El pueblo tiembla sutilmente. Ha vivido,
y de algo atravesado. Es el mañana, un filo
del mañana. Como una hoja de luz que lo traspasa.
¿Lo mata? Lo ilumina. Cae la noche.
Vicente Aleixandre