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LA VIEJA SEÑORA

Si revolvéis la esquina
allí veréis la calle del Sacramento y otras.
Allá Puerta Cerrada y allá la suspendida
plaza —del Cordón, dicen—,
más bien la plaza quieta del silencio viejísimo,
y luego sombra y muros: pared, ojos que fueron.
Cuando la sombra espesa su dominio acentúa,
oiréis crujir las ruedas,
acaso las soberbias pezuñas de dos bayos.
Si os detenéis veréis pasar la sombra, la caja laqueada, el coche antiguo.
Es la vieja señora que desfila a más sombras.
Esos caballos tienen atalajes, y tiran,
y suenan yantas viejas de hierro, y ruedas altas.
El cochero y su fusta. Su alto sombrero, y noche.
Tres botones dorados difícilmente alumbran.
Mas, dentro de esa caja que en sus vidrios callose,
en la urna laqueada de cristales severos,
no hay sombra: un espesor cuajado. ¿Alguien respira?
Acaso es aire espesole lustros, de decenios,
quizá centurias. Pasa
el coche y tras el vidrio, más oscuro, alguien vive.
Si pasa cerca y vese su fondo, algo es ligero;
el ojo que lo mira ve encajes, o un tejido
de negror silencioso que desde un cuello viértese.

Primero un humo estéril, inmóvil, no un cabello,
después el hueco triste de un rostro nunca sido,
y en seguida la sombra cayendo lentamente
como un luto sin día que ciegamente es noche.
Tras el vidrio lejano, lejana, lejanísima,
se ve una mano erguida muy próxima que alzara
unos cristales fríos para unos ojos mudos,
impertinentes áureos y gélidos que miden
distancias estelares entre unos rayos lívidos.

La sombra descolgada que erguida cae continua,
lo que imitara un cuerpo si el alentar sirviese,
desfila en estas calles, en su cajón ilustre,
en esas yantas crudas que horrísonas apartan.

En ese ojo viejísimo, ¿alguna vez pupila
mirose? En ese hueco tan mudo, ¿hubo una rosa
viviente? ¿Y si cayesen las sombras, desnudadas,
veríase a una niña saltar, estar, ser vida?

La vieja dama en noche metida ahora suscribe
más defunción, y en ella más sombras, más penumbras
terminan. O se acaban. El coche pasa y sigue.
Un ataúd enorme defila: entre sus tablas
—fantasma de un sonido que nunca justo fuese—
un gran montón de sombras finidas va a su fosa.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«En un vasto dominio» (1958-1962)
Cap. V. Incorporación temporal


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