CUARTO PAR
7
Óleo
Quizá nunca fue niña: anciana,
vieja: vieja vida vivida, y aún en su ojo turbio y neto,
vividera. ¿Cuál fue el capricho de este pintor ilustre
que aquí la puso? No fue una bruja que descendida de
una escoba, mira
con sorna y punge un gesto de contrición: se salva
—aunque tan solo sea por el color o el fino
pincel que una a una recobra esas verdades que hacen del cuerpo humano
la sola verdad neta ante estos ojos:
otros ojos humanos que salvan, pues responden.
Oh, no; el pintor le dijo: «Párate». Y ella pasaba,
no descendida de una escoba ilustre (ilustre pues que vuela),
sino apoyada solo en su palo, y va lenta.
Unos instantes mira. Seguro ahí preguntaba. Y aún si te
fijas,
vieja, viejísima no cesa de preguntar: solo en ti fía.
Ella tenía un pelo gris, escaso el moño:
tirante malla de la sien, remata
arriba, en punta, acaso una escobita, un plumerillo, un signo
irónico.
Sorbiendo todo hacia detrás, el resto: la cara, si eso es un
rostro
y no un resumen triste.
Los ojos,
inscritos en el puñado prieto de arruguillas, guiñan
como un candil; mas ¿qué los vela?
¿Humor? ¿Sazón? Hay dos cristales
y detrás ¿hay la burla? Son cristales
enmarcados por dos alambres pobres, tras los que ya no brilla
sino la ciencia de que ya no brillan: pero aún ríen.
Tras los turbios cristales chicos, que sujeta el alambre, docta pupila
tuércese
como sabiendo, desde su nube próxima, ¡y tan lejos!
¿Lejos? Esas pupilas casi ciegas pican,
picotean, apuntan, tornan, tuércense y despuntan
en esta realidad. Y alguien lo supo.
Este pintor le dijo: «Párate». Inquiría
su barbilla, ¿Pues qué? Su olfato a tierra
iba, mitad por la largura de su nariz, mitad por su inclinado cuerpo
curioso cada vez más de tierra solo.
Y esta sombra apurada, todavía con su palo que rama fuera un
día,
en olor y colores; con su palo bien hondo en tierra, apóyase
mano en mano, y en palo, y mira recto.
«Buenas tardes —le dijo
el pintor—: ¿De regreso?»
¿El la veía volando? Irónico el pintor la puso en
tierra.
Y el palo, solo, sin la escobilla o flor de la vejez o industria,
que es otra salvación de azufres, vívida.
El pico de la nariz, el otro pico inverso
de la barbilla, las gafas alambradas,
ia turbia pez de sus pupilas, de pronto pegajosas
a lo que miran, el cuello despojado,
el sorbo corporal, la pierna, el pie, o el garabato tuerto:
una interrogación en tierra. Y ved ahí al pintor que no
se ve y saluda.
Saludos a esta madre. «Dígame, madre»...
¿acaso Celestina?
«Dígame, buena madre»... Grueso el pintor así
le dijo riendo:
ahí se le escucha cuando la pintaba.
Vicente Aleixandre