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HABLO AQUÍ DEL COMIENZO

Es ahora el momento de volver al principio,
de hablar de aquel comienzo,
porque si no ya cuándo. Aunque debo decir
que cualquiera que lea como deben leerse
los versos que a lo largo de tantos años hice
advertirá enseguida
que jamás traté en ellos de ninguna otra cosa.
Si escribes un poema y no es de amor,
más vale que no escribas o que rompas lo escrito.
Lo que diré no es ni siquiera un recuerdo:
presente puro y vivo, carne mía,
parte esencial del ser que en mis adentros
sabe quién fui, quién soy.
Era septiembre, el día en que arrancaban
en la universidad nuestros estudios.
Nos reunieron allí para informarnos
de compromisos y de obligaciones.
Un profesor perfectamente serio
peroraba, incansable, de esto y de lo otro,
de un tiempo decisivo en nuestras vidas.
Yo, al entrar en el aula, te había visto.
Vi tus ojos azules a lo lejos.
Estabas en las filas primeras de la estancia
alargada e inmensa. Aparecías
y desaparecías de pronto entre la gente.
No terminaba nunca, pero al fin terminó
el sermón pedagógico del hombre cejijunto
y todos nos salimos del recinto atestado
a escape, a borbotones,
para llegar al patio y a la calle.
Y en medio del barullo te perdí.
El hecho me inquietó. Menos mal que en la nueva
jornada te encontré y la luz se hizo.
Según iban pasando las horas, nos hablaban
de griego o de latín,
de geografía y de literatura,
de historia universal o de historia de España.
Dejadme a mí de historias. Si tú estabas allí,
lo demás era poco.
El caso es que empezamos a charlar
al final de una clase de sintaxis.
Aquello fue lo único
que ese día ocurrió en el universo.
Te dije que era absurdo
aprenderse los nombres de las frases,
de las partes distintas en las que se dividen;
lo que vale es saber hacerlas sin tropiezos,
como el que bebe agua.
Te expuse mis razones muy circunspecto y grave,
y tú te sonreías porque sí.
Contemplaba tus ojos, tu figura.
El alma me temblaba, me temblaban las piernas.
Y desde las sonrisas te alzaste hasta las risas,
como si lo que oías tuviera mucha gracia.
Y la tenía, sí, qué duda cabe.
No mis oportunistas argumentos lingüísticos,
sino la hermosa vida, la mañana
con sol, con blancas nubes...
Y las tardes y noches que irían sucediéndose,
delicadas, salvajes,
impropias de estudiantes aplicados,
pero siempre tan llenas del calor de tu cuerpo,
de tu piel tan suave y tus dulces palabras.
Tenías solo dieciocho años.
Eras alegre y rubia, de ojos garzos bellísimos.
Yo era ya algo poeta por entonces.
Leía a Garcilaso y a Machado,
a Neruda, a Vallejo, al 27,
y mucho a Juan Ramón.
Pensando en ti, volvía fervoroso
a los versos de amor que ellos habían escrito,
y para mí decía: «Cuánta verdad contienen;
quién pudiera».

autógrafo de Eloy Sánchez Rosillo

Eloy Sánchez Rosillo


«La rama verde» (2020)

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